martes, 20 de abril de 2021

Perder a Klaus (IV)


En parte porque estoy algo colapsado de trabajo, y en parte también porque he encontrado estos textos casualmente hace unos días, me decido a poner aquí unos relatos escritos hace muchos años, principalmente desde el afecto y desde una experimentación discursiva natural, sin revisión ni corrección alguna (como todo lo que está acá). Supongo que la gracia (si la tienen o la tuvieron en algún momento) era leerlos progresivamente, desde el 1 hasta el 5, para así apreciar ciertas variantes que mejor no digo, porque es como adelantar el truco.

Agregar algo más (o corregir incluso su escritura) sería ensuciarlos.


Perder a Klaus.

No sé realmente si perdimos a Klaus. Ni siquiera sé si las cosas o los seres pueden poseerse de alguna forma para poder decir después que los perdimos; como si su extravío fuera algo a lo que no tuvieran derecho, como si el sentido último de ese ser estuviera dado por nuestra compañía y ese vínculo que los ligara definitivamente a nosotros de una forma que nunca podremos explicar correctamente.

¿Es verdad que perdí a Klaus? ¿O quizá nunca me perteneció o me había abandonado mucho antes? ¿O acaso fui yo quien perdió a Klaus, la que lo conduje descuidadamente a su extravío?


Madre actúa como si no hubiera que darle vueltas a las cosas. De hecho eso es lo que ella dice. Las cosas no se mueven, tienen su peso y posición, no tienes derecho a hacerlas girar en torno tuyo. Yo. La señorita Sol. Lo extraño es que Madre sólo sonríe cuando dice esto. Sonríe y no ríe. Con los demás ríe. Cuando realmente habla en broma ella ríe. Pero al ser yo la señorita Sol, sonríe. Y eso asusta. Y hasta duele.

Hasta hace muy poco yo casi lloraba al verla sonreír. Ella venía, se paraba frente a ti, te decía algo y sonreía. Como cuando tienes un apodo cariñoso y luego la madre enojada va y te llama por tu verdadero nombre. La señorita Sol. Como si hubiese algo realmente ventajoso tras ese nombre. Como si te vistieran con un traje que te quedara mal y te dijeran qué hermosa estás. Y amarraran un listón en tu pelo que por cierto tampoco combina con nada.

Porque la verdad es que nada combina con la señorita Sol. Nada le viene, dice Madre. Lleva a la señorita Sol de compras y cuando ella en el vestidor se prueba ropas yo la miro desde el espejo. Ahí está la señorita Sol. Siempre un tanto ridícula con aquellas ropas que le aprietan y la marcan como a un pequeño embutido. La señorita sol. Redondita y amarilla y un poquito triste. Con un montón de ropas que están tiradas junto a ella. En órbita. Rodeándola, pero sin tocarla, sin decirle ven, yo te pertenezco. Por eso está triste la señorita Sol. La señorita Sol, para siempre sola.

Madre al otro lado de la cortina sigue enviando ropa, vestidos tan frágiles que la señorita Sol no puede sino quemarlos, dejarlos sucios, cenicientos, inutilizables. A veces la señorita Sol ni se los prueba. Basta con mirarlos para saber que no son para ella. Porque ella no debiera siquiera andar desnuda, debiera esconderse bajo las mantas de su cama cono si tuviese miedo. Y no tendría que fingirlo. Meterse en cama y arroparse. Eso es todo.

No son fáciles las cosas para la señorita Sol, no si la comparamos con esa niña que se escucha del otro lado de las cortinas. Aplaudida por todos porque se ve hermosa, porque cada prenda que se prueba parece estar hecha para ella. Linda, delgada, tierna. Casi también como un sol rodeado por todos aquellos que alaban su belleza. Pero la señorita Sol sabe que es todo lo contrario, esa chica hermosa al otro lado de la cortina es todo menos un sol. Esa chica puede moverse, su belleza le da derecho al movimiento, a bailar casi en torno a esas estatuas que la aplauden y hasta ríen, porque no es posible que todo le quede bien. Cómo haremos para elegirle la ropa si todo parece quedarle hermoso, si todo parece brotado de su cuerpo, como suspiros.

Entonces la señorita Sol se decide. La veo agacharse y buscar los alfileres que han quedado tras probarse alguna de las prendas. La señorita Sol busca el más grande. Lo dobla por bajo y desliza la mano bajo las cortinas, hacia esa otra galaxia. Esa región más ventajosa del universo donde los soles tienen movimiento y pueden jugar a ser cometas y ser admirados por los demás soles.

Lo que no saben en todo caso, debe pensar la señorita Sol, es que en esa región más ventajosa los soles pueden desinflarse, o reventarse de golpe, como un globo. Y toda esa belleza que se creía duraría siempre queda de golpe a años luz, y ya se escuchan llantos y gritería y la niña que sale medio vestida con el pie sangrando porque el alfiler se le clavó hasta el fondo. Hasta el fondo. Como si la belleza fuera pesada y la hubiese hundido hasta el final de ese alfiler, hasta su interior vació que busca salir fuera, volteando todo. Haciendo justicia.


Eso es lo que hizo la señorita Sol. Luego se vistió. Eligió una ropa que nunca se puso y que enterró en el jardín para que fuera olvidada. Eso ocurrió entonces. Y ahora perdimos a Klaus. O quizá sólo tal vez lo perdimos.

Estaba en la plaza y luego no estaba. Por eso no puedo decir si realmente perdí a Klaus. Estuvo en casa unos años y luego no estaba. Lo alimentamos y paseamos y quizá ahora dejó de alimentarse o simplemente se alimenta en otro lado. Quizá escarbando en el jardín encontró las ropas que escondí y lo comprendió todo. Quizá se avergonzó de mí. Quizá comprendió que él también debía hacer justicia de alguna forma y eso fue lo que hizo.


Otra manera de verlo es un poco más hermosa. Y puede tener más relación con lo que realmente es Klaus, o lo que solía ser. De pronto Klaus lo que hizo es invitarme a buscarlo. Rompió su órbita y me invitó a seguirlo. A dejar de ser ese Sol estático y desplazarme. Cuando decimos que en el jardín hay sol, decía un profesor en el colegio, lo decimos mal, el sol siempre ha estado donde mismo y no puede estar en nuestro jardín y allá lejos en el espacio. Con el tiempo aprendemos que nuestros profesores se equivocan. También decía que la luz del sol nos iba a llegar hasta nueve minutos después que el sol hubiera desaparecido.

De pronto ese es el tiempo en que realmente estuve con Klaus. Nueve minutos. Y lo que hizo fue enseñarme a ser mi propio sol, mi propia luz, a no temerle a la oscuridad.

A saber que no existe.

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