jueves, 8 de abril de 2021

Una astlla.


Una astilla.

Soy una astilla.

Antes, pensaba que tenía una astilla.

Una astilla enterrada, me refiero.

Y la buscaba.

Un poco a tientas, la buscaba.

No sabía bien dónde.

Por el dolor me guiaba.

Como una luz débil.

Como una señal que era al mismo tiempo una pequeña punzada.

Cerca de un oído.

Entre los ojos.

En el pecho.

Se desplazaba, digamos, de un lado a otro.

Y yo intentaba seguirla, por supuesto.

Localizarla.

Ser consciente, al menos, de su ubicación.

Con el tiempo, sin embargo, se me fue haciendo más difícil percibirla.

Apenas un pinchazo, de vez en cuando.

Un ardor mínimo.

Una voz que no se entiende y que dudas, realmente, si existe.

Llegué a pensar incluso, por momentos, que había desaparecido.

Que había salido de mi cuerpo, esa astilla.

Y es que te acostumbras al dolor.

A no reconocer de dónde viene, me refiero.

A convivir con él pensando que en realidad te ha abandonado.

Que tal vez nunca estuvo, llegas a pensar, en ocasiones.

Eso piensas, pero te equivocas, por supuesto.

Así nos engañamos.

En mi caso, al menos, ahora sé que la astilla soy yo.

Y todo es tan triste y doloroso que no vale la pena.

Falta carne y espíritu.

Falta todo.

Una astilla.

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