lunes, 1 de diciembre de 2014

Una novela, para mí.


Escribo una novela donde un hombre está día a día en un café, esperando algo. De vez en cuando cruza unas palabras con alguien y por lo general pide algo específico para desayunar o tomar once, que son las dos comidas que ahí, al menos, el hombre realiza. La forma de pedir del hombre es sutil y siempre consulta si podrían preparar lo que se le antoja, aunque por lo general suelen ser cosas simples. Tostadas con mermelada y té sin azúcar. Un café fuerte y huevos con jamón. Café con leche y medialunas. Cosas de ese estilo. En la novela no se sabe mucho acerca de la existencia del hombre fuera del local. A pesar que el narrador es omnisciente, no se hace referencia al lugar donde vive y ni siquiera sabemos –aunque pueda intuirse-, qué es lo que espera. En este mismo sentido, a través del relato queda la impresión de que el hombre no come más en el día. Existe algún capítulo donde va con un libro, pero solo se describe la apariencia física del texto. También se dice que anda con un lápiz y anota de vez en cuando algunas palabras en una servilleta. A veces se mencionan escenas simples que el hombre ve tras la ventana del local. También existen detalles en cuanto a la forma en que paga el protagonista. Si soy sincero, debo decir que escribo esta novela solo para mí, supongo que de la misma forma como el hombre en el café anota cosas en su servilleta. Así, si me preguntan, podría decir que la novela es linda, pero fome. A mí, sin embargo, me transmite cierta plenitud el escribirla. Es como si me sentara a observar, en vez de escribir. El aroma del té con leche que pide el hombre esta mañana, me dura incluso por el resto del día.

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