jueves, 25 de diciembre de 2014

El boomerang.



El niño que lanza una pelota al mar para ver cómo se devuelve

Me gusta esa imagen.

(La sensación de esa imagen)

Pero claro, también me gusta la de aquellos que lanzan piedras de las que no volvemos a saber.

Entonces, trato de aunar esas dos imágenes.

(La sensación de esas dos imágenes)

Así –lleno ya de esa sensación extraña-, trato de respirar hondo y observar aquello que soy.

Debo confesar, sin embargo, que cuando trato de hacerlo, solo termino mirando aquello que tengo.

Puede sonar a manual de autoayuda, pero creo que es bueno marcar esas diferencias.

Lo digo porque no sé cuánto tiempo tendría que estar despojándome de aquello que tengo, para encontrar con certeza, aquello que queda… Es decir, encontrar aquello que no puedo arrojar de mí sin irme yo mismo con eso que arrojo.

Y es que eso debe ser uno, finalmente, si se piensa con lógica.

Con todo, no tengo realmente una sensación de posesión con aquello que, supuestamente, tengo.

Ni siquiera con mi biblioteca, a la que miro lleno de afecto, pero que no es, finalmente, parte esencial de mí.

De esta forma, creo que volviendo al tema de las imágenes, no sería capaz de arrojar nada… ni pelota ni piedra… ya que hacerlo implicaría que de cierta forma me pertenecen al ejercer mi voluntad sobre ella.

Me recuerda a una situación que viví de chico una vez que me regalaron un boomerang.

Esa vez, con muchas dudas, lancé el boomerang y este no volvió nunca.

Tengo un recuerdo poco preciso, pero supongo que habrá caído en la casa de un vecino y que yo no fui a pedirlo.

A lo que voy, es que nunca sentí que tenía derecho a reclamar ese boomerang.

De cierta forma, incluso, es hasta mejor que haya sido de esa forma.

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