Olvidé decir que el día anterior ella había visto
un platillo volador. O mejor dicho: ella había pensado que había visto un
platillo volador.
Lo aclaro no porque piense que sea falso sino
porque ella misma se puso en duda el día de hoy, mientras volvía a contar su
anécdota.
Y es que era tan extraño llevar a palabras eso que
había vivido que apenas se escuchó decirlo sintió que engañaba a los otros, así
que se apresuró a sembrar la duda:
Quizá me haya
confundido, señaló.
Entonces probó a contar la historia a su círculo
más íntimo, que para ella estaba reducido a su hijo de 8 años y a su madre, a
quien visitaba los domingos.
Tras la narración, su hijo se rio y su madre la miró
de forma extraña.
Quizá me haya
confundido, volvió a decir, antes de cambiar el tema.
Esa misma tarde –hace unas horas, para ser exacto-,
ella se quedó sola en casa, mientras el niño había ido con su madre a una feria
navideña que estaba unas calles más arriba.
Así, mientras estaba sentada frente a la televisión
encendida, ella se dio cuenta –o creyó darse cuenta, más bien-, que las cosas
dichas en voz alta hacían surgir una duda amarga, dentro de ella.
Fue entonces que comenzó a decir en voz alta toda
una serie de cosas que hasta antes de decirlas así –en voz alta y a solas, para
ser preciso-, nunca había puesto en duda:
Creo en Dios.
Amo a mi hijo. La alegría es buena… por ejemplo.
Horas después –en este mismo instante para hablar
con exactitud-, ella conduce de regreso al departamento en el que vive junto a
su hijo.
Olvidé decir, por cierto, que esta misma tarde,
ella lloró un poquito.
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