miércoles, 13 de junio de 2012

Vian contra la Súper Langosta.


“Para evitar que se desprendan algunos de sus miembros
se recomienda cocinar la langosta –de estar viva-,
partiendo el proceso desde el agua fría”.


I.

Ante todo, aclaro que la langosta me la gané en una rifa.

Es decir, compré un número por cooperar, estuve conversando un rato, y justo cuando me iba del lugar escuché mi nombre en alta voz, avisándome, además, que había ganado una langosta.

Y claro, de ahí surgió el primer error.

Me refiero a devolverme al lugar, subir a un escenario y recibir entre aplausos una langosta que apenas si podía sujetarse con ambos brazos.

-Un fuerte aplauso para el ganador –decía el animador mientras me entregaba el animal, sacado directamente desde un acuario.

La gente, en tanto, no dejaba de ovacionar y hasta habían puesto música de fondo, como si participase de una graduación, o una premiación de importancia.

-Pero esta langosta está viva –le dije entonces al animador, mientras bajaba del escenario.

-Quizá –me contestó él, alejándose un poco del micrófono-, pero ella no lo sabe.


II.

¿Han pensado por qué aplaude la gente cuando alguien se gana una langosta?

O sea, no es algo muy habitual, lo admito… pero de ahí a aplaudir y ovacionar existe una distancia que no alcanzo a cubrir con mi precario entendimiento.

Es decir, comprendo el contexto de la suerte, el azar o como quieran llamarlo, ¿pero podía alguien pensar que era cómodo salir de ese restaurant con una langosta viva, de casi un metro de largo, entre los brazos?

Porque claro, todos me vieron complicado recibiendo la langosta, pero nadie se acercó a ayudar ni aconsejaron nada.

Incluso, recuerdo, mientras salía del lugar, no faltaba quien me daba una palmada en la espalda, felicitándome una última vez, antes de volver a sus ocupaciones y olvidándose de mí, quién sabe si para siempre.


III.

Es incómoda la culpa, sin duda.

Incluso más -pienso ahora-, que cargar una langosta mientras todos te miran y se burlan y hasta se ríen, a partir de un sinnúmero de chistes fomes.

Por lo mismo, comencé casi de inmediato a buscar un lugar donde abandonar esa langosta, pero lo cierto es que cada vez que lo intentaba me invadía esa sensación de culpa, y al final, seguía avanzando unos pasos y comenzaba entonces a cuestionármelo nuevamente.

Así, recuerdo que llegué de pronto frente a una iglesia, y un poco por ocultarme me metí a ella con la langosta entre los brazos, dispuesto incluso a pedir ayuda, para sobrellevar el peso de la culpa.


IV.

-¿Vienes a confesarte, hijo mío? –me preguntó el sacerdote desde el otro lado del confesionario.

-No padre –le dije-. La verdad es que no he pecado ahora último…

-¡No reconocer el pecado es el mayor pecado! –me reprendió-. Quizá el Maligno esté en este momento contigo y no te permita ver aquello que sucede.

-Mmm… no lo sé, Padre… pero de ser el Maligno ha tomado una apariencia extraña…

-¿Acaso ves a aquel que está contigo…?

-Eh… sí, lo veo, Padre –le contesté-. Está entre mis brazos.

-¡Dios mío…! –dijo el sacerdote, aparentemente temeroso-. ¡Debes abandonarlo de inmediato…!

-Es lo que he tratado de hacer, Padre –intenté explicar-, pero no puedo… es decir, me siento culpable…

-¡Qué no te engañe…! –continuó-, ¡debes vencerlo…! Dime… ¿puedes verlo ahora?

-Sí, Padre.

-¿Y qué apariencia tiene?

-Eh… no sé, es rojo… tiene patas…

-¿Patas?

-Sí, muchas… y como antenas…

-¡Dios mío! –gritó de pronto- ¡Llévatelo de inmediato…! ¡Sal de acá…!

Y claro, yo intenté discutir por un momento, pero el Padre parecía haberse ido.

Así, finalmente, salimos del lugar.


V.

Me costó tomar la decisión más de lo que puedan imaginar.

Lo aclaro porque sé que es fácil cuestionar cuando no se ha pasado por la experiencia que origina dicho cuestionamiento.

Y es que sucedió que tras mucho pensarlo, no se me ocurrió cómo poder hacer algo distinto con aquella langosta, que comérmela yo mismo.

Sé que es cruel, claro… ¿pero qué otra cosa podría haber hecho?

Así, busqué una serie de recetas y al final me decidí a cocerla siguiendo los pasos de una que se llamaba “La súper langosta”.

En ella, se recomendaba, entre otras cosas, cocer la langosta introduciéndola en agua fría y calentándola poco a poco, hasta que hirviera.

Y claro, así lo hice.

Sin embargo, tras comenzar a hervir el agua, pude observar que la langosta seguía viva, y que no moría como señalaba la receta, así que decidí esperar unos cuantos minutos extra.


VI.

¡Tres horas estuve finalmente cocinando la langosta!

Tres horas en que supuestamente la langosta debía morir y no moría.

No es que tuviese hambre, claro, ni que el apuro tuviese que ver con alguna razón similar, pero lo cierto es que aquello ya me parecía un milagro.

Busqué en internet, hice consultas por teléfono… pero al final todo apuntaba a un hecho irrefutable: ¡mi langosta era realmente la súper langosta… y no iba a morir de aquella forma!

Así, entendiendo aquello, me decidí a tomar ese otro camino que terminó confrontándome directamente con aquel animal, forzando una resolución definitiva.

¡Es la hora!, dije entonces.

Y apagué la cocina.


VII.

Ahorraré eufemismos y diré de una vez que me comí a la langosta viva.

Sí, tal como se lee: me comí a la langosta viva.

Y claro, fue un crudo enfrentamiento entre mis mordidas y el daño que ella hacía, defendiéndose.

De hecho –y sin entrar en detalles-, resumiré mis daños diciendo que tengo rasgado el paladar y que me sangran las encías debido a aquella batalla.

Más allá de eso, sin embargo, debo reconocer que mientras la comía, pensaba yo que devoraba esos aplausos mal dados, la injusticia de un premio incomprensible, los miedos del sacerdote… y hasta mi propia culpa.

Y claro, desde esa perspectiva, un paladar y unas cuantas encías rotas no es un precio demasiado caro, para librarse de todo aquello.

Por último, me gustaría señalar que si bien pueden sonar egoístas mis preocupaciones, hay algo que de cierta forma me tranquiliza… Y es que estoy seguro –tal como me dijeron en un principio-, que esa langosta no sabía que estaba viva.

Y claro, debe haber sido por esa misma falta de certeza en su propia vida, pienso ahora, que la langosta no podía morir… es decir, no podía dejarse morir si no sabía antes que estaba viva.

No voy a profundizar, sin embargo, diciendo que eso quizá nos ocurra a todos, pues esas son cosas que debemos pensar –si sobra el tiempo para hacerlo-, cada uno de nosotros.

Ahora bien, si no le doy ese cierre profundo... ¿cómo podría terminar el texto?

Sencillo, decido entonces: lo termino aquí, de golpe, y sin mayores explicaciones.




2 comentarios:

  1. La otra opción era tirarla al mar y que siguieran ambos tranquilos e inconsciente de su super vida!!
    Pienso que haber accedido a comértela -aún sin tener hambre y estando viva- ha sido a causa de la gran encerrona emocional en la que te puso tu propia culpa!...y aquel sacerdote...digamos, que no tenía dotes de exorcista jejeje!
    Un delirio total que siempre aporta su cuota de reflexión!
    =)

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  2. Va a resultar que dios ahora es una langosta, como está en todo.
    Cuando se compra un boleto hay que aceptar el premio aunque perder es lo asumido, o no haber jugado a lo que sea y luego irle con el cuento al confesionario, limpiador de dudas (?) y creador de nuevas.
    Dios comestible en forma de langosta, mejor que diente, la quiero viva y en la parrilla de vivo en vivo.
    Besito.

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