De vez en cuando soy brillante. No es tan seguido
como quisiera, pero lo cierto es que ocurre, sin duda. Lo sé porque encuentro
papeles con frases anotadas y una serie de fórmulas y signos que en aquellos
momentos sirvieron para fundamentar los más complejos descubrimientos o teorías,
que por lo demás olvido también demasiado aprisa.
Uno de esos descubrimientos, por cierto, es el que
encontré en unas hojas viejas metidas dentro de un libro que no habría desde
hacía 10 o 12 años.
“Dios es un diente”, decía ese papel.
Y claro, venían luego una serie de signos y dibujos
que eran prácticamente incomprensibles, pero que en su momento, deben haber
intentado explicar algo sin duda trascendente e importante.
Lo más extraño, sin embargo, es un pequeño bulto en
el interior del libro, y que terminó siendo un pequeño diente envuelto en un
papel gastado que probablemente haya sido el de una simple servilleta.
“Dios es un diente”, volví a leer, y me esforcé por
recordar.
Así, de recuerdo en recuerdo, si bien logré recordar
un gran número de situaciones, lo cierto es que no puede, ni por un momento,
vislumbrar de dónde había obtenido yo ese diente.
Fue así que, pensando en aquella situación, anoche
me dormí con el diente aquel en mis manos, sobre un escritorio que ya se está
acostumbrando a servir de almohada cuando me quedo a escribir de madrugada, y
no doy más.
Ahora bien, más allá de las circunstancias
específicas del sueño, lo importante ahora es señalar un hecho rotundo y
objetivo que descubrí esta mañana:
¡El diente me mordió!
Sé que suena absurdo y es extraño, pero lo cierto
es que me desperté con un dolor agudo en una de mis manos y cuando la abrí,
descubrí de inmediato que el diente aquel me había mordido y se encontraba
incrustado en la piel.
Así, con el diente aún incrustado, preparé mis
cosas para el trabajo, me duché y me dispuse para salir, no sin antes encontrar
una pinza que me permitiese arrancar ese diente, sin más.
Lamentablemente, con el transcurso de día, no me
quedó momento alguno para intentar sacar el diente.
Es decir, de vez en cuando quizá tuve unos
segundos, pero lo cierto es que si bien se veía la herida, el diente no se
observaba a simple vista, y era entonces necesario escarbar sin que aquello diese
mayores resultados.
Y claro, así, fueron pasando los minutos.
Y las horas.
Y hasta comenzó a llover y olvidé entonces el
asunto del diente por ir a caminar y mojarme un poco, que es lo que me gusta
hacer en estos casos.
Con todo, de vuelta en mi cuarto me doy cuenta que
la herida se encuentra prácticamente cerrada, y que el diente, al parecer, ha
desaparecido por completo, internándose en mi mano.
Ahora bien, más allá del hecho concreto, recordé entonces
lo que yo mismo –en un momento brillante, claro-, había concluido alguna vez: “Dios
es un diente”.
Y claro, de ahí a pensar en la posibilidad de que
el mismísimo Dios se hubiese dignado a morder mi mano, había poco trecho…
¿Y si Dios fuese realmente un diente?, me dije…
¿Qué pasaría si Dios fuese justamente ese diente desconocido que se interna en
la carne de tu propia mano, hasta que es imposible extraerlo?
¿No será acaso una manera extraña y algo dolorosa
de entender que Dios pasa a estar, en ocasiones, dentro de cada uno de nosotros?
Mmm… me dije.
Y lo pensé.
Me sentí mamón y algo cursi, es cierto, pero lo
pensé.
Y claro, luego llegué a una conclusión, y escribí
este texto.
Espero haber hecho lo correcto.
Seguro que después de ese trance, Dios se ha instalado ya en tu interior! sus recursos son infinitos!
ResponderEliminarUn diente directo a la yugular, el dios canino.
ResponderEliminarNo es el ratoncito Pérez que te hacía regalos cuando se te caía un diente y lo dejabas en la almohada.
¿No será una dentadura postiza ese dios?
Lindo texto señor Vian.
ResponderEliminar(Aunque creo que lo mejor de que Dios este dentro de nosotros-en ocaciones- es sentirlo)