Me confieso carnívoro. Sin gran culpa en todo caso
pues siempre he pensado que la carne sirve poco más que para ser comida. La mía
inclusive, claro, que no hay problema en compartir.
Así, he conseguido en estos días un poco de carne
de pingüino, cortada en cubos y guardada en una bolsa transparente en el
congelador, mostrándose fibrosa, algo blanquecina y, por lo mismo, lejana de
eso que llamamos comúnmente una buena
apariencia.
Por otro lado, he leído que de esta misma forma la
transportaron en la primera expedición de Vasco da Gama, intentando darle una
utilidad a estas especies descubiertas, y etiquetándola bajo el nombre de carne
de pájaros niños, que fue por cierto el nombre más común con el que entonces llamaron
a estas aves.
Con todo, no he encontrado otra referencia al
intento de comer este tipo de carne, por lo que mi expectación por el sabor –y por
la sensación vinculada a comer algo que alguna vez estuvo vivo,
principalmente-, se ha visto incrementada hasta el punto de ocasionar ciertos
trastornos nerviosos que, en definitiva, deben haber sido los que provocaron
las alucinaciones que me aquejaron esta última noche.
Y es que para ser sincero, no dejé de ver, desde mi
cama, una extraña figura que se paseaba con pasos torpes y que incluso lanzaba
un graznido extraño, de vez en cuando, como intimidándome.
Así, molesto y convencido de enfrentar la
situación, decidí levantarme en la madrugada y comer de aquella carne, para
desafiar aquello que vagaba en torno mío, con pasos de niño bobo.
Abrí entonces la bolsa, busqué un frasco con jugo
de limón y pimienta, y lo vertí sobre algunos trozos que me eché rápidamente a
la boca.
-No te tengo miedo –le dije a la aparición, mientras
intentaba mascar aquella carne pegajosa.
Con todo, debo reconocer que el miedo era
justamente lo que comenzó a invadirme en ese momento. Y es que además de los
graznidos cada vez más fuertes de aquella aparición, me fijé de pronto en que
aquella figura tenía un rostro casi humano, con una expresión fija y enferma
como si fuese simplemente el reflejo de un grito acusador y doloroso, que
alguien me enviaba.
Cerré los ojos.
Masqué la carne.
Intenté taparme los oídos para no escuchar los
gritos.
Pero claro, nada terminaba dando resultado y la
situación, lejos de mejorar, empeoraba.
Fue entonces que, de golpe, sentí que algo se me
venía encima, torpemente y sin un peligro real, pero era sin duda la presencia
de ese ser que estaba presionándome, golpeándome con algo que creí aletas –aunque
en la confusión sentí caramente la presencia de deditos-, y hasta sentí de
pronto que alguien me mordía en un brazo, y en la frente.
…
-¿Y dices que fue un pingüino el que te atacó…? –me
pregunta un amigo mientras le cuento lo ocurrido.
-No –contesto yo, algo inseguro-. Sé que había algo
en relación a esa carne, algo más allá de la carne… es decir, no sé si le
pertenecía… pero era algo más…
Entonces, mientras mi amigo me mira con atención la
mordida que tengo marcada en un brazo, me fijo que justo atrás de él está ese
pequeño ser… ese niño bobo de mirada perdida y pasos torpes que no sé bien que
quiere de mí.
-No es exactamente un pingüino –me dice entonces mi
amigo, con un tono extraño, cortante.
Así, finalmente, comprendo que las alucinaciones
recién están comenzando y que yo no tengo derecho, a efectuar ninguna otra
pregunta.
Todo te pasa por querer "experimentar". Hay ciertos límites que no se deben pasar. Ni para un gourmet!
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