viernes, 15 de junio de 2012

Carne de pingüino.


Me confieso carnívoro. Sin gran culpa en todo caso pues siempre he pensado que la carne sirve poco más que para ser comida. La mía inclusive, claro, que no hay problema en compartir.

Así, he conseguido en estos días un poco de carne de pingüino, cortada en cubos y guardada en una bolsa transparente en el congelador, mostrándose fibrosa, algo blanquecina y, por lo mismo, lejana de eso que llamamos comúnmente una buena apariencia.

Por otro lado, he leído que de esta misma forma la transportaron en la primera expedición de Vasco da Gama, intentando darle una utilidad a estas especies descubiertas, y etiquetándola bajo el nombre de carne de pájaros niños, que fue por cierto el nombre más común con el que entonces llamaron a estas aves.

Con todo, no he encontrado otra referencia al intento de comer este tipo de carne, por lo que mi expectación por el sabor –y por la sensación vinculada a comer algo que alguna vez estuvo vivo, principalmente-, se ha visto incrementada hasta el punto de ocasionar ciertos trastornos nerviosos que, en definitiva, deben haber sido los que provocaron las alucinaciones que me aquejaron esta última noche.

Y es que para ser sincero, no dejé de ver, desde mi cama, una extraña figura que se paseaba con pasos torpes y que incluso lanzaba un graznido extraño, de vez en cuando, como intimidándome.

Así, molesto y convencido de enfrentar la situación, decidí levantarme en la madrugada y comer de aquella carne, para desafiar aquello que vagaba en torno mío, con pasos de niño bobo.

Abrí entonces la bolsa, busqué un frasco con jugo de limón y pimienta, y lo vertí sobre algunos trozos que me eché rápidamente a la boca.

-No te tengo miedo –le dije a la aparición, mientras intentaba mascar aquella carne pegajosa.

Con todo, debo reconocer que el miedo era justamente lo que comenzó a invadirme en ese momento. Y es que además de los graznidos cada vez más fuertes de aquella aparición, me fijé de pronto en que aquella figura tenía un rostro casi humano, con una expresión fija y enferma como si fuese simplemente el reflejo de un grito acusador y doloroso, que alguien me enviaba.

Cerré los ojos.

Masqué la carne.

Intenté taparme los oídos para no escuchar los gritos.

Pero claro, nada terminaba dando resultado y la situación, lejos de mejorar, empeoraba.

Fue entonces que, de golpe, sentí que algo se me venía encima, torpemente y sin un peligro real, pero era sin duda la presencia de ese ser que estaba presionándome, golpeándome con algo que creí aletas –aunque en la confusión sentí caramente la presencia de deditos-, y hasta sentí de pronto que alguien me mordía en un brazo, y en la frente.


-¿Y dices que fue un pingüino el que te atacó…? –me pregunta un amigo mientras le cuento lo ocurrido.

-No –contesto yo, algo inseguro-. Sé que había algo en relación a esa carne, algo más allá de la carne… es decir, no sé si le pertenecía… pero era algo más…

Entonces, mientras mi amigo me mira con atención la mordida que tengo marcada en un brazo, me fijo que justo atrás de él está ese pequeño ser… ese niño bobo de mirada perdida y pasos torpes que no sé bien que quiere de mí.

-No es exactamente un pingüino –me dice entonces mi amigo, con un tono extraño, cortante.

Así, finalmente, comprendo que las alucinaciones recién están comenzando y que yo no tengo derecho, a efectuar ninguna otra pregunta.

1 comentario:

  1. Todo te pasa por querer "experimentar". Hay ciertos límites que no se deben pasar. Ni para un gourmet!

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