lunes, 18 de abril de 2011

Mi problema es común, pero es raro.

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Mi problema es común, pero es raro. Me cuentan. Común porque está hecho de cosas cotidianas, de materiales con los que andamos día a día y que no nos atrevemos a botar porque pasarían entonces a ser desechos y esa es palabra sucia, y suele contaminar cuando se nombra, a quienes convivimos con las cosas catalogadas de esa forma…

Ya. Digo yo, como si entendiera. Y espero que esa especie de denuncia y alegato continúe por sí sola porque si no voy a tener que empezar el diálogo, y hoy no, me digo. Hoy no quiero entrar en la dinámica esa de pasar palabras de un lado a otro como si se tratase de un juego. Hoy quiero el silencio o algo que me aporte, aunque sea una cosa pequeñita, no importa, pero que sea un algo que se pegue en uno sin necesidad de entrar en el juego. Hoy no. Me digo. Y el otro continúa:

Te contaba sin embargo que es raro, porque la forma en que se ordenan esas cosas comunes o la forma en que explotan (porque explotaron) puede ser un poco menos convencional, y me gustaría contarla…

Ya. Digo yo. Nuevamente.

Tú sabes cómo es la Sue. Continúa el otro. Tú sabes cómo ha sido desde un comienzo con la casa y sus manías porque todo tiene un sitio exacto y una forma de existir que es única y que la Sue analiza y busca hasta que la descubre. Acuérdate por ejemplo lo del acuario y de la selección del pez exacto que debía vivir ahí y de cómo se fueron por el lavamanos al menos 5 peces que no, no eran, decía la Sue, y los arrojaba por las cañerías sin hacer el más mínimo miramiento ni discurso sensiblero de esos que abundan en las mujeres y que a mí nunca me han gustado. Me dicen.

Yo hago una pausa y destapo una cerveza porque intuyo que el visitante tiene ganas de hablar, y parece que voy a tener que escuchar, principalmente porque no sé decir que no, aunque también porque las cervezas las ha traído justamente quien me habla, como si fuese el pago por tener que escucharle.

El caso es que la Sue se obsesionó con el interior de la casa. Siguen contándome. Tú mismo debes haberte dado cuenta cómo ordenaba todo la última vez que los invité y las cervezas se iban acabando y ella las recogía y era incapaz de dejarlas incluso en el basurero, y debía salir de la casa a arrojarlas fuera… ¿Te acuerdas, cierto?

Sí. Digo yo. Y es verdad que me acuerdo.

¿Y te acuerdas que había una mesa de centro, una bajita y que en ella había un libro de pintura abierto en una página donde se veían dos grandes cuadros rojos?

Sí. Contesto.

El caso es que esas pinturas siempre debían estar ahí. Es decir, a veces alguien venía y volteaba la hoja y la Sue se desesperaba, y se acercaba hasta el libro bajo cualquier excusa y volvía a poner aquellas páginas. Algo debe haber significado para ella, supongo, pero nunca se lo pregunté. Y es que era algo así como parte de su rutina, de su forma de ser entre nosotros. No creo que haya tenido que ver con combinaciones de colores y esas cosas, conociéndola… pero era algo que yo respetaba y hasta admiraba, en cierto sentido, y de lo que no sentía que tenía derecho a preguntar… ¿Me puedes convidar una cerveza?

Sí. Le contesto. Y es que no podría no hacerlo pues él las trajo. Mientras se la sirve y me sirve también otra a mí, yo intento acordarme de las pinturas del libro y recuerdo haber quedado mirándolas cuando estuvimos en aquella casa. Eran dos cuadros de Rothko. De una misma instalación que hizo en ese periodo en que se obsesionó con ese color, poco antes de morir…

La vida era linda con la Sue, Vian. O no sé si linda, pero limpia al menos, que es casi lo mismo. Dice entonces el visitante, como buscando un tono más íntimo. Todo calzaba perfecto, como en esos juegos de encajes para niños y que tienen piezas de colores que deben introducirse por agujeros que tienen su misma forma... Los niños son buenos para eso, claro. Y la Sue también lo era, pero yo no… Me dice antes de hacer una pausa para vaciar su cerveza.

Yo también vacío la mía, de paso.

Ahora pienso que quizá lo hice por envidia, continúa, y es que un día en la noche, un día de esos en que todo estaba particularmente bien, me levanté y fui por una cuchilla y con mucho cuidado arranqué las hojas de aquel libro… Es decir, no todas las hojas, sino las dos de los cuadros rojos que estaban abiertos siempre, sobre la mesa. Y hasta las quemé en la cocina, de a poquito, para no llenar la casa de humo.

No me preguntes por qué lo hice. Sinceramente no lo sé. Sólo lo hice y me fui poco antes al trabajo, para no encontrarme con la Sue cuando viera aquello. Quizá quería ponerla a prueba, o ponernos a prueba, no sé, pero no creo que quisiera inconscientemente mandar todo a la mierda como me han dicho.

El caso es que la Sue se fue esa misma noche de la casa. No me pidió explicaciones y ni siquiera se llevó sus cosas que yo creí le eran importantes. Dejó botados sus cuadros, sus libros, sus plantas y hasta el pez quedó ahí en el acuario, hasta que un día amaneció muerto porque me olvidé de darle de comer.

Una psicóloga me dijo que las hojas que arranqué eran como el corazón de la casa, como el alma, o como el sol secreto de todo aquello… el nutriente sin el cual el organismo vivo que formábamos a través de nuestra relación, se moría, o algo así… toda una serie de palabras para explicarme en el fondo que la había cagado… que en un momento cualquiera en que iba por los caminos rutinarios de nuestra vida, doblé de pronto hacia otro lado sin necesidad alguna, y provoqué un accidente, claro, y de cierta forma maté a la Sue que conocía. A mi esposa, a la que vivía conmigo…

Entonces mi amigo en vez de seguir o de llegar a verdaderas conclusiones, o de llorar, o de golpearse la cabeza en las paredes, decide pararse y tomar sus cosas y comenzar a despedirse.

Eso te quería contar. Me dice. No creo que te sirva, pero cuando me pasó me dije: se lo tengo que contar a Vian. Y bueno… ahora pienso que quizá me equivoqué, y no era el caso.

No po, hueón. Le digo yo. No era el caso.

Él me mira entonces y sin entender bien mi reacción me pregunta qué voy a hacer con la última cerveza.

La voy a tirar por la ventana. Le digo. Apenas te vayas voy a abrir la ventana de este sexto piso y la voy a arrojar sin mirar a donde caiga.

Él me mira y no sabe si reírse. Así que al final sonríe, y se va, dejando la cerveza.

Por último, yo tomo la última botella y abro la ventana, y tras pensarlo unos segundos la lanzo con toda la fuerza que tengo.

Luego me arrepiento, es cierto.

Pero al final no.

1 comentario:

  1. Raro y triste el problema de su amigo.

    (Una vez a un ex casi le cae en la cabeza una botella que cayó de un edificio , cuando terminamos pensé lo debió haber golpeado)

    (...es broma)

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