lunes, 11 de abril de 2011

El abuelo está enojado por algo que ya olvidó.

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El abuelo está enojado por algo que ya olvidó. Siempre le ocurre así. Hace años. Sale y se sienta en un banco de madera que cojea de un lado y que está junto a un naranjo que ya no da frutos. En el patio también hay un limonero y un durazno, pero el abuelo no recuerda si aquellos están mejor que el naranjo. Y se molesta también por no saberlo.

Es molesto llegar a viejo, piensa. No es triste, ni trágico, ni doloroso… pero es molesto, determina.

Quizá por eso mantiene el ceño fruncido y hace sonidos con la boca. Para que los demás sepan que está molesto. Aunque él, sinceramente, olvidó por qué está de ese ánimo, lo que aumenta por cierto su enojo. Aún más.

Si los otros me preguntan, piensa el viejo, me mantendré en silencio, y me mostraré ofendido pues está bien que a mí se me olviden las cosas, pero no a ellos. Porque como uno es viejo no le respetan ni las ganas de estar así, y se burlan del enojo y buscan que uno se ría como si le hicieran gracia a uno las cosas absurdas que ellos hacen… como a un bebé. Y un viejo no es un bebé. Un bebé aún no sabe y quiere reírse, pero un viejo puede querer estar molesto, cuando hay razones… y aunque estas se olviden está el respeto y el derecho para que nos dejen seguir con la actitud. Al menos si uno quiere.

Esto piensa el abuelo y vuelve a fruncir el ceño. Por un momento observa algo que le hace gracia, pero luego se acuerda que está molesto y vuelve a su actitud, y hasta piensa en buscar un lápiz y escribir en algún lado esa frase que le ayude a recordar cómo debe estar, cuando lleguen los otros, y quieran hacerlo reír, y olvidar todo.

Voy a escribir que estoy molesto, en un papel, piensa ahora. No la frase entera porque apenas y puedo escribir claro, pero voy a hacer algo así como dos iniciales: “E. M.” y voy a guardar el papel en el puño y cuando me relaje y se me olvide la mano se va a abrir y voy a encontrarme con él y voy a recordar y no podrán tratarme como a un niño.

Pero como el viejo no tiene un lápiz cerca, ni un papel y está cansado, comienza a marcar las iniciales en uno de sus brazos, raspando con su uña la piel que se desgasta al más leve roce.

Me quieren tratar como un bebé, pero no deben, piensa el abuelo, ellos siempre creen que tengo que ceder y que me olvido y luego me preguntan, así que cuándo pregunten qué tengo, yo miraré mi brazo y diré… bueno, no sé si diré, pero actuaré de esa forma…

Estaba el viejo entonces insistiendo en la “E” y tratando de recordar qué hacía escribiendo eso, cuando algo suave y blanco cayó sobre su brazo. Se demoró un momento en observarlo, pero luego sintió aquella misma sensación en la cabeza, y en las piernas, y vio también que aquello caía también en el patio, en torno suyo.

Una vez hace muchos años el abuelo había visto aquello, aunque en otro lugar. Lo habían llevado sus hijos, y Ruth le había prestado una bufanda para que no se resfriara. La bufanda era lila y él pensó que era de mujer y se avergonzó y no quiso usarla, y Ruth lo entendió y no le dijo nada, como siempre.

Pero Ruth está muerta, recordó entonces el viejo, y sintió un leve dolor en el pecho que le venía siempre que recordaba aquello y su uña se enterró un poco más en su brazo. Y eso que caía ahora y que cayó esa vez era nieve, pensó, y se sintió feliz por un momento, de recordarlo. Como un niño que acierta a la pregunta del profesor, sin tener esperanza alguna.

Es nieve y es helada, piensa el viejo. No debiera caer acá, pero está cayendo y se está juntando en el suelo, observa.

El abuelo comienza a fijarse entonces como la nieve cae también sobre los árboles y se queda así, sobre las hojas. Y siente incluso algo cercano al placer al permanecer ahí, quieto, mientras comienza a cubrirse poco a poco de esa nieve que lo comienza a mojar, como si fuese agua.

Y es que a lo mejor es agua, pensó entonces. A lo mejor la nieve es como el agua sólo que viene con espuma, o envuelta en algodones, se dijo. Pero luego encontró estúpido lo que dijo y se quedó pensando en otra forma de describir aquello, pero no se le ocurrió. Y comenzó a oscurecer.

Y tras dormitar un poco el viejo llegó a la conclusión que quizá esa nieve fuese en realidad otra cosa. Algo así como morirse, pensó, y se estremeció un poco.

¡Pero vaya a saber uno cómo es morirse!, dijo entonces, en voz alta, pero nadie lo escuchó. A lo mejor es esto y simplemente la nieve te esconde debajo y luego nadie te ve y te quedas bajo la nieve, que a lo mejor es agua, pero agua distinta… agua muerta… pensó, pero como vestida de blanco… de novia…

Siguió el viejo así, en el patio, bajo la nieve, pensando cada vez más lento y cortando las frases de improviso, sin saber realmente si aquello que sentía era la forma en que llegaba la muerte o simplemente se trataba de una nevazón real… aunque claro, poco importaba ya con el viejo ahí, cubierto de nieve y empapado y enfriándose…

Entonces, de improviso, justo cuando pensaba nuevamente en Ruth, y en la vez aquella en que conoció la nieve y buscaba igualar las sensaciones… justo entonces, decía, el abuelo recordó que estaba enojado y hasta se acordó el porqué.

Ellos me dejaron solo, recordó entonces. Dijeron que saldrían por el fin de semana y no quise ir, y no insistieron… ¡Es tan tonto todo esto…! Parece que uno siempre se enoja porque lo dejan solo, o porque nos sentimos de esa forma, pensó, e intentó enojarse…

Sin embargo, por más que lo intentó, lo cierto es que el abuelo no logró enojarse. Mojado ahí, y helado, bajo la nieve, el abuelo sólo podía sonreír, y pensar que todo era chistoso, y hasta intentó hablar en voz alta, mientras reía…

¡Y uno que se enoja porque lo dejan solo…! ¡Igualito que los bebés y uno tan viejo…! Decía el viejo, y sonreía, sin que nadie lo escuchara. Y se sentía absurdo, y libre en ese absurdo…

Fue así llegando la noche. Y luego el día. Y otra noche. Y otro día.

Y el abuelo dejó de hablar en voz alta, y de pensar, y de sentir.

Por último, entonces, dejó de nevar.

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