domingo, 3 de abril de 2011

Los astros indiscretos.

Yo no digo mentiras. Ni metáforas. Ni cosas de ese tipo. Es cierto que a veces exagero, pero eso es todo. Es como una falta leve, como tildar mal una palabra o hasta hacerlo dos veces, es decir, algo que deliberadamente haces de forma errónea, para que los otros se distraigan y piensen que en realidad no sabes tildar... aunque claro, sí sabes, y es sólo que necesitas que la palabra alce la voz por más de un lado.

Es como el chiste ese del bote que tenía un hoyo y comenzó a entrarle agua y que luego alguien –que debe haber ido dentro-, le hace otro hoyo, para que salga el agua. Sí: es fome, pero es chiste. Yo no lo entendía de pequeño porque quizá yo hubiese hecho lo mismo. Pero sonreía igual porque si no piensan que eres raro.

Hoy, en cambio, ya todos piensan que soy raro así que da lo mismo sonreír. Es decir, sonrío, -poco, es cierto-, pero por otras cosas. Ni siquiera disimulo frente a mis alumnos o cuando escribo acá, corrigiendo palabras y esas cosas. E incluso me divierto cuando alguien me lee y cree que se trata de un estilo personal o técnica literaria.

-Tú podrías ser un buen escritor –me dicen. Y yo sonrío.

A veces pienso que lo mismo le dijeron a algunos que yo leo y se la creyeron fácil. Y empezaron a escribir y tuvieron suerte y ahora nadie se atreve a decirles que en verdad apestan. Es como una historia que leí en las noticias de un padre que era tan exigente y abusivo con su familia que ninguno de ellos se atrevió a moverlo de la cama cuando murió, hasta que el olor llegó hasta los vecinos y tuvieron que llamar a la policía.

Lo malo es que la familia estuvo presa varias semanas hasta que les creyeron que era verdad eso de tenerle miedo, y que nadie se atrevía a molestar a papá ni salir sin su permiso.

Recuerdo también que en el reportaje que hablaba sobre esto, uno de los hijos contaba que no estaban seguros que su padre estuviera muerto, y que creían que podía estar dándoles una lección, o escondido mientras ellos miraban esa versión muerta que quizá ni siquiera estaba ahí y que ellos se la imaginaban.

-Mi papá era él y no era él –decía uno de los niños.

Yo leí varias veces el artículo y le di vueltas. Recorté y boté las frases del periodista y sólo me quedé con aquellas que habían dicho los verdaderos involucrados. Las pegué en una muralla y de pronto comencé a pensar que hay bibliotecas en que ninguno de los libros alcanza este nivel de verdad, de certeza, y hasta de profundidad. Es decir, estamos rodeados de libros igualitos a botes que no tienen agujero alguno y que sólo sirven, por tanto, para mostrarnos la superficie del agua, y avanzarnos un poco y volver, porque tampoco están hechos para ir mar adentro.

Quizá por eso ordeno y reordeno mi biblioteca sin fin y este parece ser un blog que no da luces de acercarse a terminar, pues ni siquiera el comienzo tiene un punto claro y las reglas –salvo una-, se van rompiendo igualito que el bote del que hablaba antes y que ya lleva no sé cuantos agujeros.

Por eso saco palabras en balde como si fuera agua y así no me hundo totalmente, aunque debo admitir que me gusta la sensación esa de sumergirme y comenzar de nuevo y hacer nuevos agujeros, y descubrir de pronto que hay gente que se mete al bote y pone su mano en alguno y te llegan entonces nuevas chances de supervivencia, y hasta de alcanzar una meta que nunca imaginaste, o, al menos, no te propusiste, en un comienzo.

Hoy, por ejemplo, vengo llegando de un pueblito que está a pocas horas de Santiago. Estamos abriendo unos talleres y debíamos limpiar unas bodegas. Cuando digo debemos, por cierto, me refiero a unos niños, a una chica francesa de una ONG y a mí, por supuesto.

Los niños son 6, pero van a ser más después, porque algunos están esperando que esté todo limpio para llegar –me dicen-, aunque yo, ya comienzo a querer más estos niños "sucios".

La francesa es atractiva y buena chica, pero es lesbiana. Además yo ya soy feo de hombre y de mujer saldría peor, así que ni lo intento.

Eso pienso cuando encontramos un par de cajas llenas de modelos del sistema solar hechos hace quizá cuántos años, a partir de pelotitas de pluma-vit que están llenas de polvo y hasta algunas de ellas, mascadas por ratones.

Al final, en vez de tirarlas a la basura, decidimos hacer un juego con los chicos, y restaurarlas. Tomamos pintura con la que estamos arreglando una sala y junto a otros restos que han utilizado en un colegio, con el que compartimos terreno, comenzamos a repintar los astros que parecían apagados.

Hicimos largas hileras y yo fui separando los Plutón, que les tengo un cariño especial y además ya no sirven. Luego, fuimos poniendo en orden los planetas y dejaron los soles a un lado, pintados de amarillo.

Tres horas después y luego de haber hecho una guerra de astros con los niños y con la francesa, pasa que el lugar vuelve de a poco a quedar solo y yo debo volver a Santiago, para mis clases de mañana, y para alcanzar a preparar unas cosas que debo llevar, y para escribir la entrada de hoy, dicho sea de paso.

Extrañamente, a pocos minutos de pasar el bus, la francesa me sorprende diciéndome que nos quedemos por allá… y como soy medio hueón e inseguro para entender estas cosas, al final casi me tiene que dibujar que la oferta incluía “ejercicio amoroso”.

Y claro, créanlo o no, me veo de pronto a mí, manchado de pintura, con la mochila llena de libros y de pruebas por revisar, pensando si rehusar o no esa propuesta tan insólita como que el viernes santo caiga por fin, este año, un día jueves.

-Además yo me vuelvo en dos meses –dice la francesa, mientras me abraza.

Pues bien, lo crean o no, y asumiendo ser un hueón de esos que de verdad debiesen tildarse dos veces, decido volverme.

Me excuso diciendo lo del trabajo, lo del blog –si me hubiese quedado no podría haber escrito por falta de conexión y esto se habría acabado, según la regla que cumplo-, y hasta comienzo a usar de argumento los plutones de los que voy cargado, a modo de recuerdo.

-¿Qué tiene que ver Plutón? –me dice entonces la francesa, ofendida, y alejándose un poco.

-No lo sé –le digo-. Plutón es Plutón, aunque ya no sea planeta. Y yo soy Vian, y quiero seguirlo siendo…

-Estás loco… te van a echar porque no quieres cobrar, y te gusto y eres estúpido –me dice en un español precario que aquí traduzco-, y mientes... y hablas con metáforas y juegas todo el tiempo…

Yo entonces le digo aquellas frases con que comencé la entrada. Es decir que no miento ni hablo en metáforas, sólo que soy raro, quizá, -o hueón si ella prefiere, pero yo prefiero raro-, y claro… justo cuando llega el bus le cuento el chiste ese del bote.

-No entiendo –me dice-, ¿para qué hacer otro agujero…?

-Para que salga el agua –respondo, y le sonrío.

Entonces me subo al bus, y luego llego a Sntiago y ahora escribo. Y ya en la pieza, les dibujo cara a los Plutón y los dejo junto a los libros y sobre las pruebas y sobre la cama. Así, mientras intento sacarme a la francesa de la cabeza, y las hormonas me reclaman a gritos un poco de atención, pienso, en medio de este lugar, que nada es una accidente.

Sí, lo admito: pienso ese cliché que siempre me pareció ridículo y repetido hasta la náusea: nada es un accidente.

Y lo peor es que es cierto. Ni siquiera nuestras elecciones, cuando son impulsadas por algo así como una razon extraña, que tenemos dentro. Y sí... eso pienso junto a los plutones, indiscretos, que me miran desde todas direcciones: nada es un accidente.

Absolutamente nádá.

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