jueves, 23 de septiembre de 2010

El no-borracho.

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Cuando me hablaron por primera vez del no-borracho el tipo resultaba una atracción. Iban algunos a verlo, le invitaban unos tragos mientras contaba su historia y hasta algunos se sacaban una foto junto a él... supongo que esa habrá sido su rutina.

La mía -la que veían los demás al menos- daba también para comentarios, pero a menor escala y por razones diversas. Yo estaba en un período en que me excedí con el alcohol. Tanto en cantidades como en lo constante que se hizo aquella actividad. Aunque tampoco es que no haya podido evitarlo. Siempre estuve más o menos consciente y por lo general la elección era justamente eso, una decisión consciente hacia la cerveza, donde tampoco existían muchos contrapesos, ni grandes alternativas.

Fue entonces cuando unos amigos me preguntaron si había oído hablar del no-borracho y me llevaron donde él.

Fuimos hasta Estación Central y entramos a un bar antiguo, donde unos pocos hombres, la mayoría solos, se servían unas cervezas y miraban en la tele del lugar un partido retransmitido que para peor, había terminado cero a cero.

-Este es el no-borracho -me dijo un amigo, mientras nos sentábamos junto al tipo sin siquiera haberle preguntado algo.

-Voy a querer piscolas y un especial ají -nos dijo el no-borracho.

Mi amigo le hizo caso y pidió para nosotros un buen número de cervezas que dejamos a un costado de la mesa para que no nos entorpeciera la visión.

Y es que había que ver al no-borracho. A eso habíamos ido. Y además el tipo tenía una cara extraña, pómulos salientes, unas patillas largas y anchas y unos ojos como enfundados, pero que apuntaban recto. Como si no te viese realmente, pero a la vez dirijera su vista en la visión precisa: al centro de tus ojos. O como si -pensé después- te apuntaran con una pistola que es muy posible que no esté cargada. Muy posible.

Entonces el tipo nos contó su historia. O la parte que explicaba su apodo al menos.

Resultaba, a fin de cuentas, que el tipo aquel podía tomar cuanto quisiese, sin emborracharse en lo más mínimo. Le había pasado desde siempre contaba, aunque se contradijo después hablando de unas borracheras que tuvo cuando comenzó a tomar, pero supongo que habrá sido una excepción.

El no-borracho hablaba lento, hacía pausas para tomar de sus piscolas -era una botella de pisco y dos bebidas para mezclar para él solo- y mordía de vez en cuando su especial ají como si quisiese que le durara eternamente.

Como no había mucho más que hablar, pues el tipo se negaba a hablar de familia, trabajo, deportes y hasta cualquier otra cosa, comenzamos a hablar entre nosotros, como si él no estuviese ahí... aunque como yo había quedado frente a él y el tipo apuntaba de frente y no podíamos incluirlo, la situación se me hacía incómoda.

Tras terminar las piscolas el tipo nos ofreció otra parte de su show, que consistía en pararse, caminar y demostrar de diversas formas que no estaba borracho, y que seguía siendo, por tanto, quien era.

-Yo siempre soy el mismo- nos dijo, tranquilo-. Soy siempre el que soy.

Entonces se sentó nuevamente y quiso que le pidiéramos otra ronda de piscolas y otro especial ají. Como no teníamos mucho dinero negociamos y al final le pagamos tres schop grandes de malta y su especial ají, por supuesto, que era intransable.

Nosotros, en cambio, seguimos tomando cervezas, y como ya veníamos tomando desde la U, varios estábamos ya afectados, y cambiando un poco.

-Todos vienen acá y se van siendo otros -decía como un profeta el no-borracho-. Vienen, me hablan, me dan de tomar y de comer y luego se emborrachan. A veces se olvidan quienes son o en el mejor de los casos sólo cambian un poco, pero lo importante es que cambian... yo no cambio nunca -insistió- yo siempre soy el mismo.

Mis amigos se reían un poco del tipo y no tomaban en serio lo que decía. Además fuimos a ver un no-borracho, no a un profeta o a un ser inmutable, aunque esa era también una parte constante de aquellos encuentros, como nos dijo el garzón que nos atendió en el local.

Cuando pagamos lo último y nos dimos cuenta que ya no nos quedaba dinero ni para regresar, el garzón le preguntó al no-borracho si le traía las servilletas.

-¿Qué servilletas? -preguntó un amigo que estaba ya cerca de caerse de la silla.

Entonces el garzón nos explicó que faltaba la última rutina del no-borracho, que era algo así como las galletas de la fortuna, el tipo te escribía algo en la servilleta, la amuñaba y te la entregaba. Uno debía leerla y no contar nada a los demás, y botarla. Ese era el final de la visita. El remate final.

Vi entonces al no-borracho tomar el lápiz y las servilletas que le entregó el garzón y, escondiéndolas bajo la mesa, escribir algo en cada una. Luego mientras nos daba la mano y se despedía, nos fue entregando a cada uno la servilleta y nos indicó un lugar para botar el papel.

-Hay que botarlo después -nos dijo- nadie sale acá con los papeles.

Recuerdo que lo dijo con un tono amenazante, y sea por la razón que fuera el punto es que todos le hicimos caso. Mis dos amigos abrieron sus papeles y los arrojaron al tacho. Yo también abrí el mío e hice lo mismo.

Entonces el no-borracho fue al baño y nosotros nos fuimos del lugar. Tambaleándonos un poco, pero yo, al menos, extrañamente lúcido y consciente, más allá de los vaivenes físicos.

Por el camino nos preguntamos qué decían nuestros papeles, pero nadie quiso decir. Ni siquiera cuando nos juntamos, años después nadie lo hace. Aunque tampoco se le da importancia.

Esa vez nos fuimos en silencio y pedimos que nos llevaran por menos en una micro, pues teníamos los pases escolares en prenda en una botillería cerca de la U.

No sé si fue desde esa vez, pero lo cierto es que cada vez que tomo -que prácticamente es nunca o casi nunca hoy por hoy- sigo estando consciente todo el tiempo, mirando a los otros, o hasta fotografiándolos, si se da el caso.

No es que no me afecte el trago, simplemente que sigo consciente más allá de lo que puede afectarme físicamente o la resaca que quede después.

A veces pienso en eso de seguir siendo siempre el mismo y si es algo bueno o algo malo.

El papel que me entregó esa noche el no-borracho estaba en blanco.

Creo que nunca lo volví a ver.

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