miércoles, 15 de septiembre de 2010

Tanto quise a los surrealistas.

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Tanto quise a los surrealistas que podía perdonarles cualquier cosa. No importaba que el poema fuera pésimo, o que el cuadro en realidad resultara indefendible, tampoco que le hubiesen besado el anillo a un obispo o que algunos hayan agasajado a reyes y a políticos y hasta se hayan inclinado a saludarlos olvidándose incluso de sus problemas a la columna.

Y es que conocerlos fue para mí, -como lo es para casi todos los que se acercan a ellos-, un acceso a algo más amplio, el derrumbe de un mundo –literario y artístico, principalmente-, establecido entre coordenadas lógicas y concretas lo suficientemente claras como para ser organizadas en cualquier inventario o libro de estudio.

Con el tiempo, sin embargo, esta sensación pasó, me di de bruces contra la realidad y contra las cosas concretas que a veces te hacen doler el cuerpo y te acuerdas de golpe que no todo es espíritu, mente y automatismo, y aprendes entonces, -o te cuestionas al menos- hasta qué punto fue el surrealismo verdaderamente una superación de la realidad, o simplemente una evasión de ésta.

Por esto, -porque temía tratar mal a esos que me fueron tan queridos-, guardé y hasta devolví los textos surrealistas que había tenido siempre a mano: desde Los campos magnéticos, de Breton, Soupalt y Aragon, hasta los poemas de Éluard, todos esos libros fueron escondiéndose entre otros que parecían denunciar algo más directamente, mirándolo de frente, -pensaba yo-, inmersos en aquello en lo que nunca supe vivir… pues entendía que era la realidad justamente, y no el sueño o la suprarrealidad que tanto me había atraído, el terreno del cual debía hacerme un plano y en el cual debía aprender a andar con menos tropiezos, ya con hijo que llevar de la mano y del cual hacerme responsable.

Hoy sin embargo, y gracias al tiempo nuevamente, podríamos decir que hay posibilidades de una reconciliación. Y no sólo de un acuerdo para convivir juntos en el mismo sitio, sino para volver a crear lazos afectivos y significaciones nuevas, ambos ya de vuelta de varias andanzas y tropiezos y cosas que aquí no vienen al caso.

Y no se trata de una re-lectura, o de iniciar a la inversa el recorrido, -desde el segundo manifiesto y las disidencias finales- sino de incorporar a las lecturas eso que a los 14 años –cuando un profesor del colegio me pasó la Antología de Aldo Pellegrini y me abrió los ojos a ese mundo- quedó fuera. Me refiero a lo que eran, “en la realidad”, aquellos artistas. Sus historias de guerra, el retrato que de ellos hacen sus vecinos, las cartas en las que se filtran esa necesidad de lo real –como las cartas de Éluard a Gala en la que se dejan entrever sentimientos y dolores que a la larga decidió obviar-, o como los documentos que acabo de leer y que me llevan a acercarme un poco más Breton, con quien tenía aún algunas asperezas.

Los documentos en cuestión corresponden a archivos que hablan de su trabajo como asistente médico en un pabellón psiquiátrico, -durante los últimos años de la primera mundial y un breve tiempo posterior a ella-, incluyéndose en ellos una serie de comentarios y pequeños informes del mismo Breton referidos a algunos de sus pacientes.

Abundan en ellos –en los pacientes me refiero-, una serie de alteraciones asociadas a la guerra, generalmente diagnosticadas como neurosis y que fueron tratadas, casi a modo de experimento, a través de la hipnosis, experiencia que le permitió a Breton adentrarse por primera vez en los textos de Freud y en esta nueva forma de entender la mente humana.

De esta forma el propio Breton lo señala en uno de sus comentarios:

“Se ha elegido la hipnosis (…) por ser el único medio capaz de erradicar, mediante el bloqueo y la alteración de los vasos comunicantes, los recuerdos que X tiene de la guerra (…) de esta forma, si bien el tema puede surgir en su experiencia cotidiana, podemos refrenar los sobresaltos y la sensación de angustia constante de nuestro paciente, derivando sus pensamientos hacia otras regiones donde la guerra, de existir, forma un recuerdo desligado de lo que entendemos como recuerdo sensorial… separando las sensaciones asociadas a los recuerdos, con la historia que da origen al mismo (…)”

Además de varias notas que vienen a hablar de lo mismo, entre los documentos –recogidos mínimamente en un texto de Oliver Sacks y más detenidamente, aunque con otros propósitos, por Otto Wingarden-, encontramos también algunas alusiones de ataques que algunos enfermos ocasionaron a Breton –y a otros médicos, ayudantes y enfermeros que con ellos trabajaban-, y de las constantes hipnosis a las que el personal se sometía, y en las que, suponemos, también habría participado el propio Breton.

Es decir, Breton habría realizado un “salto” desde la utilización terapéutica del procedimiento hipnótico, hasta la formalización ideológica que sustenta –teóricamente al menos- la concepción del surrealismo.

No obstante, y más allá de estas informaciones y vínculos, lo que me llama más la atención en los comentarios “terapéuticos” de Breton, es la constante alusión al “bloqueo”, a la “evasión”, y a la elección, en definitiva, de un mundo otro no por superación de éste, sino porque el mundo en el que se encuentra el paciente, “no ofrece resguardos ni protecciones y la única alternativa que queda, mediante la hipnosis, es alejarlos de él”.

Y es que por lo general, el arte no figurativo, el arte abstracto o las vanguardias más violentas, suelen coincidir con periodos donde la realidad no ofrece resguardos, -períodos de guerra principalmente- con lo que la propuesta artística parece desarrollarse en la única dirección que aún le es válida, es decir, fuera de la realidad.

Este cuestionamiento, por lo demás, no se encuentra del todo alejado de Breton –no al menos del que trabajaba en el pabellón psiquiátrico- quien también alude, en varias ocasiones, a las dificultades que este camino podía ocasionar, al funcionar como bloqueo emocional:

“No deja de resultar paradójico que una neurosis sea tratada a partir de la inserción de otra neurosis (…) una más placentera y donde los males asociados sean dejados de lado (…) pero a veces me pregunto si el costo de abandonar de esa forma la realidad y el miedo asociado a aquellos recuerdos no derivará, acaso, en el regreso a esas experiencias… en otra guerra, o en el alejamiento de toda sensación que deje huella y modifique nuestra conducta social (…)”.

Con esto, si bien se puede asimilar al surrealismo con una evasión más que con una propuesta edificada “sobre lo real y como superación de ésta”, no se le resta, por lo demás, mérito alguno a su propuesta: después de todo, la superación de la razón, y la ausencia de inquietudes estéticas y morales que predicaba el primer manifiesto, se alcanzó notablemente, e incluso este movimiento supo ir más allá, intentando reinventarse y replantear su sentido en varias ocasiones, tras sentirse agotado.

Por último, recalcar que el abrazo que aquí le extiendo a Breton y a otros surrealistas con los que estoy nuevamente vinculándome, tiene poco que ver con su arte propiamente tal, sino que se asocia más bien a esas figuras que, ante el peso de lo real, optaron por un arte que volcara las miradas en otras direcciones, descubriendo que el espíritu y los sentimientos, de los que tanto se hablaba desde siglos atrás, eran en verdad seres libres y ajenos a toda norma y entendimiento racional y social, y eran en verdad un mundo nuevo cuyas puertas quedaron abiertas para quien quisiese, y se atreviese, por cierto, a explorarlas.

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