No debo ser muy objetivo cuando se trata de cine japonés. Eso pienso cuando leo comentarios sobre algunas películas que al parecer sobrevaloro y descubro que les han adjudicado calificaciones mediocres y las describen como películas débiles, lentas, o incluso mal construidas.
El imperio de la pasión, de Nagisa Oshima, por supuesto, no escapa a esta regla, a pesar de que parece provocar un pequeño número de adeptos que evitan que su calificación sea aún más negativa y otorgan un poco de justicia a todo esto.
Y es que son varios los pilares que, me parece, permiten sostener esta película y que la ayudan a permanecer firme durante la totalidad de su metraje, a pesar de que la inclusión de ciertos elementos hubiesen podido provocar giros incómodos a algunos espectadores.
Dentro de los pilares podemos nombrar al argumento. Sencillo, claro, su superficie está dada por los hechos que determinan el centro de la película. Un matrimonio, hijos, un hombre joven que se obsesiona con la mujer casada, el asesinato del marido y el ocultamiento del cadáver en un pozo. Hasta ahí todo parece normal. Comprensible. Y cualquier tipo de interpretación o sobrevaloración de aquello estoy dispuesto a conceder que sea obra de mi otaku desarrollado a destiempo, y por tanto contenido...
Pero como decía antes, hay un pozo. Y en el pozo hay un cadáver. Y todo aquello que sucedió, digamos que en el relieve del film, revela entonces otra dimensión. E incluso las acciones más sencillas parecen entonces revelar un pozo... uno que nos mira desde sí, pero al que no tenemos acceso. Porque el interior del pozo no puede ser visto, ni revelado por las cámaras. Y esto lo saben muy bien los nipones.
Pienso por ejemplo en el pozo de Onibaba -película impresionante donde las hay-, y hasta en el pozo de Ringu -por situarme en un ejemplo más contemporáneo- donde el pozo parece siempre construir un centro, un límite, una fuerza que articula los sentidos del film y les entrega una nueva significación, un correlato subterráneo, característico del cine japonés y en el que encontramos la base de gran parte de su profundidad: el deconocimiento que cada persona tiene de sí mismo y de sus pasiones.
Quizá esto es lo que me gusta de esta película de Oshima: el saber acercarse hasta el borde de ese pozo. El mostrarnos que a veces hacemos cosas por algo que desconocemos, y que de cierta forma nos domina... mostrarnos que existen pozos en medio de nosotros y hasta en nosotros mismos, y producirnos vértigo.
Por otro lado, otro de los pilares que sostiene a esta película es la fotografía, que parece existir aquí casi como un pulso. Algo que tiene vida propia y en lo que parece subsistir también otra cosa, otra vida. Un nuevo pozo, a fin de cuentas. Uno en el que los colores parecen vivir casi por su cuenta, y utilizar a las formas como elementos secundarios.
La música, la inclusión de elementos fantásticos, la primera toma desde el pozo que me parece realmente sobresaliente... son otros puntos altos que no desarrollaré aquí, pero que suman puntos a este film, levemente incómodo, como todo aquello que parece hablarnos de algo desconocido que tenemos dentro.
Por último, ya fuera del film, recordar uno de los últimos pozos nipones con los que me he encontrado, aquel en que se esconde el protagonista de El pájaro que da cuerda al mundo, -una de las mejores novelas de Haruki Murakami-. En él, este protagonista parece terminar de diluirse, de perderse... de convertirse a sí mismo en oscuridad para aprender que es aquello que forma parte de él y que imponderablemente lo diferencia de ella...
Y sí, debo reconocer que yo también ando en busca de un pozo... no un pozo terrible y oculto como el de Onibaba o el de El imperio de la pasión, sino uno más acogedor, ese en el que coincida el momento preciso de la luz entrando por el broquel, con el momento preciso de tu comprensión... un pozo tibio en el que aprender a ser compañero fiel de uno mismo y del que sales con un hambre distinta. Deseos del otro, y de darte a los otros. Hambre de luz.
MIERDA DE ARTICULO
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