Daba de beber vinagre a sus perros.
Eso lo recuerdo, aunque nunca supe por qué.
Vinagre en vez de agua, la mayor parte del día.
Con el tiempo nos enteramos que los hacía pelear y apostaba en esas ocasiones grandes sumas de dinero.
Llevaba años haciéndolo, al parecer.
Vivía en una casa pequeña, de madera, en el exterior de la ciudad.
En muy raras ocasiones coincidíamos con él en algún encuentro o reunión.
Una vez, en una de estas reuniones, le pregunté si era verdad lo de hacer pelear los perros y lo enfrenté por eso.
Él ni siquiera se inmutó.
Se mostraba seguro de no hacer nada incorrecto.
Me explicó que los perros no peleaban con otros perros, sino que los volvía una especie de equipo.
Peleaban contra otro tipo de animales, mayormente.
Son enfrentamientos justos, decía.
Hacía dos semanas, por ejemplo, tres de sus perros habían terminado por dar muerte a un caballo.
Así se ganan la vida, concluyó.
Mientras nos contaba aquello, por cierto, jugaba con una cuchilla en una de sus manos, cuestión que ayudó a que ganase la discusión.
Años después, cuando nos enteramos de su muerte, recordamos estas cosas.
Dejando de lado lo de los perros, podíamos incluso decir que se trataba de un buen tipo, nos dijimos.
No se quejaba del mundo y parecía satisfecho, concordamos.
Y como nunca pidió nada, dijo otro, obtuvo finalmente todo lo que quería.
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