I.
En un bar francés tomé un cóctel que supuestamente recreaba el sabor del arsénico.
Se llamaba “Bovary”.
Lo servían en una copa alta, llena hasta el tope de un líquido gris, de apariencia metálica.
Cuando lo tomé, sin embargo, no le sentí ningún sabor.
Pensé en reclamar o consultar por aquello, pero luego recordé que mi francés era paupérrimo.
Además, sospeché que probablemente el arsénico tampoco tuviese sabor alguno.
II.
Poco después de tomar el “Bovary” conocí a una chica llamada S.
Ya no estaba en Francia, por cierto, pero la chica resultó ser hija de migrantes de aquel país.
Su madre, de hecho, trabajaba en la embajada francesa, y su padre -al menos en ese entonces-, pasaba en casa pues estaba recuperándose de una fractura que le impedía caminar.
Salimos unas cuantas veces con S., y en una de esas salidas le comenté lo del cóctel que recreaba el sabor del arsénico y ella me confirmó que no tenía sabor alguno.
No es que lo hubiese probado, pero era algo que ella sabía.
No le pregunté por qué.
III.
La última vez que vi a S., me contó que viajaría a Francia.
Pensaba quedarse allá un año, en casa de unas tías.
Su padre había perdido finalmente una pierna y la relación de sus padres no era la mejor.
Todo esto me lo contó en una carta que dejó en un sobre, en el que también había una pequeña bolsita, con un polvo blanco que supuestamente era arsénico.
No creas que no tener sabor significa algo, decía en relación a esa bolsita.
Nada es realmente, como te lo quieren hacer ver.
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