Se quiebran solos, los vasos de vidrio.
No contra una pared ni contra nada, simplemente se quiebran solos.
En el secador de loza, sobre una mesa o ya en sus lugares de guardado.
Se trizan primero y luego se quiebran, derechamente.
Antes me sorprendían tras hacer algún ruido.
Ahora los observo largo rato y los descubro sin más.
Entonces me acerco.
Con respeto, me acerco.
Es para comprender, les digo, nada más.
Luego, junto los fragmentos, con cuidado.
Mientras los reúno, siento que saben algo que yo no sé.
Así y todo, cuando les pregunto, resulta que no saben.
O más bien no saben explicarse.
Aburridos de ser así, me dicen, tan cristálicos.
Nos quebramos así porque estamos vacíos.
Porque no se puede evitar dejarnos ver.
Es extraño, pienso ahora.
Ahora que escribo, me refiero.
Y es que escritas, probablemente, sus palabras parezcan una queja.
Pero yo que las oí les digo que eran más bien suaves.
Filosas, por cierto, pero suaves.
Recién deshechas, tal vez.
Su intensidad va disminuyendo mientras recojo las partes que han quedado.
Desperdigadas ahora, incluso como astillas.
Todo está bien, les digo, no hay problema.
Entonces, cuando ya no hay vasos que observar, pienso en los comentarios de la obra de Cézanne, antes de su muerte.
De hecho, considero la posibilidad de decirlos en voz alta como una letanía.
Y eso hago.
Me quiebro un poco y eso hago.
Así somos.
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