lunes, 13 de noviembre de 2023

Mercadería dañada.


Mercadería dañada.

Cajas llenas de mercadería dañada.

Las dejaban a un costado de la última de la última zona de pago, minutos antes de cerrar el supermercado.

Todas a un precio rebajado, por supuesto.

Menos de la cuarta parte de su precio inicial.

Yo vivía por ese entonces al lado de aquel supermercado.

En un departamento que formaba parte de un conjunto viejo de edificios.

Así, apenas supe de la existencia de esas cajas con mercadería dañada, comencé a comprar únicamente de lo que en ellas se ofrecía.

Latas de comida abollada, alimentos próximos a vencer, productos cuyos envoltorios habían sido dañados por la manipulación de los clientes… cosas de ese estilo.

Ninguna de ellas, por supuesto, en una condición que llegase a resultar perjudicial para la salud.

Un año y medio viví así.

Alimentándome de esas cosas, me refiero.

Incluso, debo confesar que a veces compraba más de lo necesario.

Sobre todo cuando el producto era de gran calidad y el precio demasiado bajo.

Entonces, mi improvisada despensa comenzó a llenarse de mercadería dañada.

Doblemente dañada, incluso, puesto que caducaron rápidamente y yo no me animaba a botarlas.

A veces, observaba esos productos al regresar a casa.

Me refiero a que habría las puertas de esa improvisada despensa, y observaba.

Lo que más había dentro eran latas importadas.

De bellos diseños, todas ellas, aunque vencidas.

Resultaba extraño mirarlas, debo confesar.

Pero me acostumbré a aquello, en ese entonces.

De hecho, cuando dejé ese lugar, meses después, fui incapaz de botarlas.

Incluso, debo reconocer que lloré un poquito cuando me fui definitivamente de ahí.

Así, todo el departamento quedó vacío salvo por esa mercadería dañada.

Y yo casi, pensando en ella, me convertí en sal.

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