miércoles, 13 de septiembre de 2023

Guardar la ropa de invierno.


En mi casa guardaban la ropa de invierno en grandes bolsas.

Las guardaban cuando no era invierno, por supuesto.

Las metían en grandes bolsas que eran sellas dos y hasta tres veces,
como si nunca las fuésemos a volver a usar.

Recuerdo que yo pensaba eso, al menos.

O lo sospechaba, más bien.

Guardábamos la ropa porque se avecinaba un fin, me refiero.

Eso es lo que sentía.

De todas formas, en mi mente no se dibujaba ningún tipo de fin claro.

Solo sabía -o creía saber, en realidad-, que se trataba de un fin que nos excedía.

Es decir, no se trataba de un fin como la muerte de un familiar.

Era un fin que suponía algo mucho más grande.

Un fin que nos incluía a todos.

Casi como el fin de un mundo.

Y claro, era lógico que guardáramos todo así, herméticamente.

Todo sellado de una forma que me parecía definitiva.

Y es que, probablemente, no tendríamos otro invierno.

El mundo no iba más, digamos.

Y esas ropas debían quedar así, amortajadas,
como los muertos bajo tierra.

De eso se trataba, a fin de cuentas.

Ni siquiera era tanta ropa.

Ni siquiera era ropa de calidad, pero de eso se trataba.

Eran ropas viejas, recibidas de parientes o compradas ya usadas en alguna tienda.

Guardadas en bolsas y puestas en algún rincón como en la tumba de un faraón.

Algo va a pasar y no quieren contarme, me decía.

O tal vez algo incluso ya pasó.

Observaba las ropas, entonces, apretadas unas contra otras y envueltas en plástico.

Ni siquiera era necesario despedirse de ellas.

El mundo ya no iba, simplemente.

De eso se trataba.

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