sábado, 23 de septiembre de 2023

Fosforescentes.


Ahora seguramente las prohibirían por tóxicas, pero en ese entonces esas pulseras eran la novedad. Todos los niños y adolescentes las tenían. Después de todo, podías comprarlas en cualquier negocio y hasta las vendían en la calle, prácticamente en cada esquina. En el fondo, eran apenas tubitos plásticos que estaban llenos de un polvo fosforescente que supuestamente cargabas acercándolo a la luz para que luego, en lo oscuro, brillara con mayor intensidad.

Se parecen un poco a unas barritas que hoy en día venden para fiestas electrónicas, pero estoy seguro que las de ese entonces eran más tóxicas. O así al menos lo dijeron en televisión, cuando comenzaron los problemas con aquellos que las consumían y mostraron casos en las noticias y hasta hubo niños y jóvenes muertos a partir del consumo excesivo.

Era extraño, según recuerdo, pues constantemente aparecían médicos hablando de envenenamiento y explicando todas las alteraciones físicas que el consumo podía causar, pero no recuerdo haber hablado sobre el porqué este producto era consumido de forma tan masiva en aquel entonces.

-Deben querer brillar por dentro esos pobres chicos -fue lo más cercano a una respuesta, que escuché decir al presentador de un noticiario, en aquel entonces.

Yo, por cierto, a pesar de estar en la edad de los consumidores, no tenía de esas pulseras.

Mi madre no lo habría permitido y yo no manejaba dinero para poder comprármelas por mi cuenta.

Por supuesto quería alguna, aunque no sabía bien para qué.

Fue entonces que, en el colegio, me llegó un rumor.

Decían que en la última de las salas de clases había una chica que se besaba con cualquiera que estuviese dispuesto a compartir el polvo fosforescente que ella se echaba a la boca.

Es decir, ella se llenaba la boca de ese contenido y luego te besaba, si estabas dispuesto a correr el riesgo.

Tras pensármelo unos días decidí ir, creyendo tanto en el rumor y como en el posible envenenamiento que aquello podía causar.

En la última de las salas, sin embargo, no encontré a nadie.

No obstante, como en el suelo había una pulsera rota, decidí esparcir el polvo que le quedaba en mi boca y contar otra versión de la historia.

Mientras me escuchaban contarla, al otro recreo, sentí que algo brillaba dentro mío, y que las palabras incluso salían con ese brillo, como luciérnagas.

Así, finalmente, pensé que yo también era uno de esos pobres chicos de los que habían hablado en televisión.

Y extrañamente, me alegré de serlo.

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