lunes, 3 de abril de 2023

Los dejé hablar, digamos.


Lo digo con orgullo:

Nunca rayé un libro.

No subrayé frases.

No escribí anotaciones en los márgenes.

Los dejé hablar, digamos, sin atreverme a interrumpirlos.

Fue mi opción, por cierto, no cobardía.

Yo simplemente me dediqué a escucharlos.

Atentamente me dediqué a escucharlos.

No me importó siquiera la supuesta grandeza del autor.

Traté de darles, en este sentido, una oportunidad a cada uno de ellos.

Dejé hablar, por ejemplo, a aquellos que no tenían nada que decir.

También a otros que solo pretendían escucharse a sí mismos.

Y claro… yo los dejé hablar, decía, como si fueran Dostoievskis.

Y sus libros -al igual que los grandes libros-, permanecieron impolutos.

Puedo asegurarlo cuantas veces quieran:

No escribí en ellos dedicatorias ni comentarios finales.

No dejé papeles, entre sus páginas, con palabras escogidas.

No doblé la esquina de ninguna de sus páginas.

Pasé por ellos, digamos, sin dejar rastros.

Si hasta abrí poco sus páginas al leer su contenido.

Me comporté como si visitase un lugar, solo entreabriendo puertas.

Así, a pesar de recorrerlos, no quedaron finalmente mis pisadas en ellos.

No hubo indicio alguno, en sus cuerpos, de mi presencia.

Lo digo con orgullo:

Me acerqué a cada uno, ciertamente, pero al mismo tiempo estuve fuera.

Siempre actuando desde mis propias páginas.

Temeroso, tal vez, de abandonar mis tierras, pero no de entrar en las suyas.

Amarrado a mi carne, digamos, y en permanente formación.

Los dejé hablar, decía, en definitiva.

Los dejé ser.

Y entonces los observé del mismo modo en que se observa, desde lejos, a quien amas.

Lo digo con orgullo.

Ciertamente lo digo con orgullo:

Nada mío quedó en ellos.

Y aquí estoy.

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