domingo, 16 de abril de 2023

Siempre que hacías una fogata.


Llegaba siempre que hacías una fogata.

No directamente, digamos, pero pasaba cerca.

Podías verlo a lo lejos, gracias a la luz de la fogata.


Era un hombre grande, cargando una escalera.

O la silueta de ese hombre, más bien.

Sobre su cabeza, por cierto, el hombre cargaba la escalera.


Resulta extraño, ahora que lo pienso, que no nos hayamos asustado.

Después de todo, veías al hombre aparecer en medio de la noche.

Cualquier otro en esa instancia -estoy seguro-, se habría asustado.


Nosotros en cambio, nos sentíamos seguros, junto a la fogata.

Discutíamos incluso, hacia dónde llevaría la escalera.

De habernos escuchado, tal vez el hombre aquel, se habría asustado.


Una noche, para dejar de preguntarnos, lo seguimos en silencio.

Nos escondimos tras los árboles, tratando de no ser vistos.

El hombre avanzaba entre las sombras, en medio del silencio.


Pobre hombre, pienso ahora, cuando recuerdo sus palabras.

Gritadas en medio de los árboles, como si inflase un globo y lo quisiese reventar.

Así, tras reventarlo, quedarían en el piso otros signos: verdaderas palabras.


Dejen ordenarme: y es que nunca sé bien, en realidad, si bien me explico.

Las palabras zumban como abejas en torno a un panal sin miel.

Lo sé. Hablo y hablo entonces de otra cosa. Y juego a que no me explico.


La cuerda la vimos tarde, es cierto, y de todas formas no rompimos el silencio.

Yo lo intenté en principio, pero no encontraba las palabras.

Desde la rama más fuerte de un árbol el hombre colgó la cuerda y no explicó.


Llegaba siempre que hacías una fogata.

O al menos en las fogatas, siempre lo reconocías.

Hoy, sin embargo, dejamos de hacer fogatas.


Pronto, sin duda, otro hombre colgará en el bosque.

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