sábado, 9 de abril de 2022

Sirenas.


Vive al lado de la estación de bomberos. Dos o tres veces por día escucha las sirenas y se estremece. Se molesta y se estremece, me aclara, y destaca que estremecerse tampoco es algo bueno, a fin de cuentas. Me pide entonces que la ayude con una carta de reclamo. Una carta formal, bien escrita, para llevarla hasta un nivel más alto y ver posibles acciones legales. Después de todo, me cuenta, ya ha ido varias veces a hablar directamente con los bomberos del lugar y no han tenido en cuenta sus reclamos. La atienden bien, por supuesto, pero no solucionan el problema, me dice.

Tras advertirle que no me gusta escribir ese tipo de cartas y aclararle que mi formalidad es escasa, nos lanzamos, igualmente, a escribir el documento. Ella no tiene hijos, pero quiere señalar que, si los tuviera y fuesen pequeños, podría producírseles un daño mayor. Yo anoto, por supuesto, lo que dice, aunque le recomiendo no centrarse en cuestiones hipotéticas, sino en su experiencia directa. Lo de los estremecimientos, digamos, y relacionarlos con problemas nerviosos: alteraciones del sueño, cambios de ánimo, irritabilidad y cosas de ese estilo. Mientras escribimos, ambos nos sobresaltamos pues ha comenzado a sonar la sirena. Escuchamos salir los camiones, con sirenas aún más fuertes y debemos callarnos, incluso para poder hablar.

Mientras estamos en silencio, tomo su celular para descargar una aplicación que permita medir los decibeles de aquel ruido. Ella acepta. Mientras lo hago, a su celular llega un mensaje de alguien que le pregunta si ya han salido los bomberos o si los debe volver a llamar. Luego de un rato, le advierte que esta es la última vez que lo hará y le recuerda algunas otras cosas, que prefiero no leer. Yo, por supuesto, le devuelvo el celular sin emitir comentario alguno.

Pasan así unos segundos. Minutos, incluso, tal vez, en los que las sirenas no dejan de sonar.

-Siempre es así -me dice entonces, apenas las sirenas dejan de sonar.

-Sí -admito-. Siempre es así.

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