sábado, 2 de junio de 2018

Desde un huevo al mundo, cada mañana.


Se levantaba todos los días como si saliera de un huevo. Desde un huevo al mundo, cada mañana. Yo lo entendía así, casi como un eslogan. Además el proceso se repetía invariable. Rotundo e invariable. Fue así que lo que era una impresión se volvió realidad. Y esa realidad no tenía sutilezas. Cada noche el mundo expiraba. Yo la observaba. Entonces ella olvidaba y volvía al huevo. Oía luego un ruido pequeño. Un ruido como si algo se trizara. Con el tiempo entendí que ese era el ruido de perderla. De saberla en un huevo. Entonces el amanecer. La cáscara rota. Poco después salía del huevo. A veces incluso lo hacía durante el día. Sin necesidad del sueño, me refiero. La situación era injusta. Yo era antiguo como el mundo y ella salía de un huevo cada día. Incluso su amor, si había, no tenía antigüedad. El mío, en tanto, exigía. Envejecía. Se acrecentaba. No digo que era perfecto, pero sin duda se acrecentaba. El de ella en tanto ni siquiera creaba lazos. Estaba enamorada de abrir los ojos, tal vez. Privilegiaba el contacto. Ni siquiera el asombro por el mundo. Ella estaba enamorada de salir del huevo, tal vez. Sí, eso era. Ella estaba enamorada de salir del huevo.

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