Yo hubiese preferido pintar las ventanas
blancas, pero el auto es del padre de Noriko y además podría reflejar las luces
de algún otro que pasara por la carretera. Llevamos dos horas en el camino y
ahora que nos detuvimos es como si afuera también se hubiese detenido todo.
Apenas se ve alguna luz distante de algún auto que seguramente va hacia la
ciudad, como si hubiese algo allá que justificara esa velocidad desperdiciada.
Pero sin embargo, me digo, es atractivo (por una momento hubiese podido decir
que sería hermoso) es atractivo el haz de luz que deja tras él, como huellas
que se desvanecen o se esparcen sobre el pavimento, como semillas.
En casa de Noriko vimos en una revista que
había traído su padre desde Shikoku que había gran cantidad de accidentes
debido a algunos erizos que desorientados por las luces de la ciudad eran
atraídos hacia ella y se olvidaban del mar al que debían llegar en un
principio. Decía la revista que los erizos, al cruzar la carretera y ver las luces
que venían, se detenían bruscamente, y para cuando advertían la velocidad de
los autos, solo acertaban a cerrarse y morían reventados. Recuerdo que había
fotos de la carretera llena de manchas como flores que en realidad eran los
erizos muertos en el pavimento.
Sonrío. No sé por qué recuerdo eso ahora.
Tampoco sé para quien sonrío.
Noriko ha comenzado a cerrar los vidrios.
Pega las huinchas por los bordes y me pasa el resto para que yo haga lo mismo
aquí atrás. No decimos palabra y nos limitamos a comportarnos como acordamos. Mientras
sello las ventanas veo que Noriko se saca el vestido y la miro extrañada. Ella
me muestra una mancha de pintura que debió hacerse hace un rato. Dobla el
vestido ordenadamente y lo mete en una de las bolsas en la cual iban las
estufas. Yo la miro y digo que sí con la cabeza, que entiendo. Es como en esas
películas cuando la gente se despide en los barcos y sacan un pañuelo blanco,
limpio, para decir adiós. Así deben ser las despedidas. Sin manchas. Puras. De
hecho yo misma retrasé esto una semana porque me había indispuesto y no quería
irme así.
Noriko y yo encendemos las estufas y nos
sentamos derechas en los asientos. Esperamos.
Desde atrás puedo ver que en ocasiones
Noriko me mira por el espejo. Me ha comenzado a dar sueño y me recuesto sobre
los asientos. Puedo ver el cuerpo de Noriko desde acá. Es delgada y sus huesos
se marcan demasiado, sobre todo sus costillas. Entonces me fijo en el vientre
abultado de Noriko. Nunca se lo noté vestida, pero vista así es un bulto
bastante grande. Pienso que deben ser por lo menos tres meses. No sé si esto
debiera cambiar las cosas así que busco los ojos de Noriko. Ella mira fijamente
el negro pintado en las ventanas.
-Recuerdas los erizos –me dice-
Papá contó que una vez llegó uno hasta un restaurante en la ciudad. Dijo que
eran muchos los que pasaban la carretera y no morían.
Yo imagino entonces al erizo. Frente a
frente separados por la ventana del restaurante y sin nada que decirnos. Pienso
que sus ojos serían como los de Noriko. Como si hubiese venido a buscarme para
convertirnos en flores en el pavimento, y yo solo la seguí. Pienso en este auto
como un erizo, lleno de puntas ingenuas que no han asustado nunca a nadie.
Cerrados esperando ese gran vehículo que nos reviente. Esa gran luz, también como
semilla.
Mientras me duermo recuerdo que abuela nos
enviaba a mí y a mi hermano a cortar los brotes que nacían bajo el pavimento en
las afueras de nuestra casa. Mientras miro el vientre de Noriko, también como
un erizo, pienso que quisiera llegar a las puertas del auto y abrirlas. Quizá
ese sea el problema: no sentir directamente… pensar que quisiera y no querer
simplemente… Mientras me duermo recuerdo los brotes que nacían bajo el
pavimento, o en un hermoso erizo de brazos abiertos que me espera del otro lado
del auto y me sonríe. Aprieto los ojos como puños y veo venir las luces a mi
encuentro.
No quisiera cerrarme así.
-¿Noriko? –me escucho decir-
¿Noriko? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué…?
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