domingo, 17 de agosto de 2014

Una escena.



Veo una película.

Un hombre está sentado en el banco de un parque con un libro entre sus manos.

Se acerca una mujer.

Se sienta a su lado.

La mujer le pregunta al hombre sobre aquello que lee.

-¿Qué es lo que lee? –dice la mujer.

El hombre la mira y no contesta.

La mujer sonríe y vuelve a preguntar.

Entonces habla el hombre.

-Nada –contesta -, el libro está vacío.

La cámara se aleja y abarca ahora los árboles del parque.

Luego vuelve a una toma más cercana.

El hombre le enseña el libro a la mujer.

Las páginas del libro están ciertamente en blanco.

La mujer sonríe.

La mujer observa al hombre.

El hombre parece lejano.

-Los libros no son buenos –señala la mujer-. Ni siquiera estos.

Ahora el hombre vuelve a mirar a la mujer.

-No le convienen –agrega la mujer-. Pueden dañar la imaginación y la vista.

El hombre vuelve a mirar en otra dirección.

Cierra el libro.

La mujer también mira a la distancia, sentada en el mismo banco.

-Estoy segura que para usted –agrega la mujer-, hasta los libros en blanco cuentan también historias tristes.

El hombre se muestra inquieto, quizá molesto.

La mujer se pone de pie, sin mirarlo.

El hombre también hace lo mismo, aunque mirando en otra dirección.

Ambos se quedan de pie, de esa forma.

Nueva toma amplia donde se incluyen los árboles del parque.

El hombre ahora arranca una página del libro y la deja sobre el banco.

La mujer permanece en su sitio.

El hombre comienza a caminar hasta salir de escena.

Todo ha sido en blanco y negro, por supuesto.

Por último, la mujer se va, sin recoger la hoja.

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