Ya en el vagón se notaba un tipo raro.
No de forma muy notoria, claro, pero había algo en
su forma de mirar que lo hacía sospechoso entre los otros.
Parecía esperar algo, quizá…
Los ojos muy abiertos, movimientos bruscos…
No sé bien cómo describirlo.
El punto es que bajó entre la multitud en la última
estación.
Se me perdió de vista entonces.
Así, mientras me acercaba a las primeras escaleras,
entre la gente, escuché una voz que llegaba desde atrás.
No se separen, decía la voz.
¡Doblen un poco a la izquierda!
¡Suban la escalera!
Y claro, todo era dicho con una desagradable voz de mando.
Miré hacia atrás mientras avanzaba y logré ver al tipo raro del vagón.
Hacía ademanes con las manos y parecía dirigir a todos, a la distancia.
¡No se distraigan!
¡Doblen ahora a la derecha…!,
decía.
Fue entonces que me detuve.
O sea, intenté detenerme.
Con grandes dificultades intenté dar media vuelta e ir en contra de la
multitud.
Ese tipo no va a mandarme,
pensaba.
Yo iba medio borracho, por cierto.
El hombre seguía gritando:
¡Son veinte pasos hasta la
salida!
¡No se distraigan…!
Así, visto desde fuera, todos parecían hacerle caso.
Yo estaba orgulloso de ir en contra.
Un par de minutos después llegué hasta donde el hombre, y me puse en frente.
Unos guardias miraban la escena, a unos metros.
El hombre se acercó unos pasos, con los ojos algo desorbitados. Desafiante.
Te dejo libre, pero no sabrás qué
hacer. Me dijo.
Entonces, un guardia lo tomó de un brazo, y otro guardia me tomó a mí.
No hubo grandes conflictos, pero nos hicieron salir por escaleras
opuestas.
No volví a ver al hombre raro.
La ilusión de ser libre es tan absurda como la de creer que se tiene el mando.
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