Ese día llovió en la mañana.
Las calles estaban húmedas.
Ese día era un martes.
Caminó hasta el parque.
Le ladró un perro.
Metió uno de sus pies en un charco.
Entró a un local pequeño.
Tomó chocolate caliente.
Dormitó sobre una silla coja.
Soñó que soñaba.
Soñó que estaba vivo.
Soñó que todo era más simple.
Nadie tiene razón, pensó.
Debiese seguir lloviendo,
pensó.
Pensó que no volvería a acordarse de ese día.
Caminó entonces unas cuadras.
Se detenía por momentos breves.
Siguió caminando hasta pasado medio día.
Llegó hasta un parque oscuro.
Llegó hasta una pared de piedra.
Se vio llegar, entonces, a un pequeño cementerio.
Miró fechas, en las tumbas.
Calculaba en cada una el tiempo de vida.
Muy pocas veces miró nombres.
No había más personas en el recinto.
Las tumbas seguían húmedas.
Anuncian lluvia intermitente, para la noche.
Un árbol con fruta y un árbol sin fruto.
Ambos al inicio de un camino.
Ambos aún, con las hojas húmedas.
Llega así hasta el final del recorrido.
Se sienta en una piedra, casi plana.
Observa la inscripción de una tumba pequeñita.
No tiene nombre aquella tumba.
Fue invisible para los otros,
reza la inscripción.
Pero no para sí mismo.
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