lunes, 12 de febrero de 2024

Bailaban de noche.


Bailaban de noche.

Cuando los niños ya estaban en la cama.

Era su último ritual, antes de lavarse los dientes e irse a acostar.

Sin música, bailaban.

Sin acuerdos ni prácticas previas.

Y sin hacer ningún comentario sobre aquello.

Simplemente bailaban.

Unos cuántos pasos, nada más.

Sin efusividad.

Sin emociones que enturbiaran el baile.

Dentro del dormitorio, lo hacían.

En un pequeño espacio que quedaba entre una cómoda y el borde de su cama.

Ahí bailaban.

Moviéndose a un ritmo que no sabría describir.

Pero que era un ritmo, sin embargo.

Solo muy de vez en cuando dejaban de hacerlo.

En noches que se acostaban a destiempo, por ejemplo.

O en las pocas oportunidades que hubo una discusión fuerte, entre ellos.

Era un acto, por cierto, que nadie siquiera habría podido sospechar.

Los niños, por ejemplo, nunca supieron del asunto.

Y es que se trataba de un baile que, de cierta forma, estaba separado de los otros actos de la vida.

Podías extraerlo, de hecho, y probablemente nada trascendente habría cambiado.

Así lo explicó ella, al menos, durante sus sesiones con el siquiatra luego del accidente.

De hecho, el propio siquiatra decidió no tomar en cuenta aquella acción, y prefirió dejarla ahí, flotando, como un símbolo inexacto.

El dolor suele producir estas cosas, comentó alguna vez, en referencia a una situación levemente similar.

No tenía frases para un buen final, por cierto, aquel siquiatra.

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