sábado, 5 de septiembre de 2020

Un clavo.


Soñé que era un clavo. Un clavo que unía dos maderas. No podía ver nada, pero sentía la parte baja de mi cuerpo aprisionada en una pieza y mi parte superior en otra. Prácticamente no había separación entre ambas, pero de alguna forma sabía que eran piezas distintas, tal vez por la densidad. Lo de la madera, por otro lado, lo descubrí por el aroma, que podía reconocer de forma clara, al interior del sueño.

Me costó comprender, por cierto, que era un clavo. Después de todo, se trataba de la primera vez que soñaba que era una cosa, y puedo asegurar que el ser de metal era una experiencia tan extraña como ácida. No podía moverme, por supuesto, pero en el sueño me esforzaba lo más posible para levantarme desde la madera, como asomando mi cabeza.

No podía ver, por supuesto. Pero sentía la necesidad imperiosa de salir, como si estar aprisionado en la madera fuese similar a permanecer forzosamente bajo el agua. Trataba entonces de vibrar, en el sueño, soltarme un poco… forcejear, digamos, contra la madera. Pasado un tiempo logré aflojar un poco. Torcerme, incluso, de cierta forma. Notaba entonces que había logrado abrir un pequeño espacio entre mi cuerpo y la madera, lo que mejoraba, un tanto, la situación.

Fue entonces que desperté y salí prontamente del sueño. Dejé de ser un clavo, digamos, para volver a percibir mi cuerpo. Un poco rígido y torcido, todavía, me asomé a observar el día. Y esto fue lo que vi:

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