martes, 1 de septiembre de 2020

No se puede quemar la ciudad.


No se puede quemar la ciudad.

Aunque arda de vez en cuando, la ciudad siempre sigue en pie.

Aunque el fuego aparentemente la consuma, no la altera, finalmente, en lo más mínimo.

Y es que bajo las cenizas de la ciudad está siempre, la ciudad.

No otra.

Ni siquiera una versión distinta.

Todo es, en efecto, apenas como un lagarto que cambia la piel.

Pero que cambia la piel por otra exacta.

Y la piel muerta y la ceniza no son siquiera testimonio de algo.

No permanecen a la vista, me refiero.

La ciudad las cubre con asfalto, simplemente.

Y la ciudad carga con eso, como lo haría una mujer si cargara en su vientre sus fetos no nacidos.

No puede quemarse, la ciudad.

Es incombustible, digamos, aunque no lo parezca.

Las llamas sobre ella son más bien una corona.

Disfruta del fuego, incluso, pues sabe que así nos decepciona.

Y es que se burla, de esta forma, de nosotros.

Sonríe, incluso, bajo el fuego.

Y el sonido de su risa se confunde con el crepitar del fuego.

No podemos silenciarla de forma alguna.

No podemos matarla pues ya está muerta.

Ya es tarde para esas soluciones.

Mejor respira y dale una vuelta a todo esto.

No derroques al rey; abandona el reino.

Olvídate del fuego.

Déjala atrás.

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