domingo, 24 de noviembre de 2019

Se le escapaban las cosas de las manos.


Antes no, pero ahora sí. Se le escapaban las cosas de las manos. Una a una iban cayendo en los momentos más inoportunos. Al principio pensó en descuidos, pero luego comenzó a preocuparse. Una amiga le recomendó observar las cosas que llevaba. Le contó que a ella le había ocurrido por un tiempo y que ese truco la había salvado. Mirarlas todo el tiempo mientras las cargaba, como si las sujetase con la vista. Lo hizo entonces por un tiempo, pero tampoco funcionó. Solo logró ver detenidamente cómo las cosas se le escapaban de las manos y terminaban en el piso. Como si tuvieran vida propia, pensaba. Como si entre ellas y sus manos existiera una especie de rechazo mutuo. Fue entonces al doctor. A varios doctores, en realidad. Tras una serie de exámenes descartaron algo físico. Luego lo derivaron a otros especialistas. Debes descubrir en qué piensas cuando se te escapan las cosas, le dijeron los pocos que coincidieron en algo. Se esforzó entonces por hacerlo, pero no pudo. O más bien, no descubrió nada especial en sus pensamientos. Por lo mismo, comenzó simplemente a no cargar cosas. Pensó que sería muy difícil vivir de esa forma, pero de a poco comprendió que no lo era en lo absoluto. De hecho, le resultó agradable. No es que nunca cargase nada, pero solo lo hacía cuando era absolutamente indispensable. De vez en vez caía algo, pero casi siempre se trataba de algo que, si lo pensaba, no era tan indispensable como había creído en un inicio. Antes no, pero ahora sí, me dijo, cuando me contó lo sucedido. Y me habló entonces de lo que acabo de contarles.

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