Tocan el timbre y salgo a la puerta. Saludo. Es un
vendedor. Se presenta y me dice que observe su mercadería. Yo me acerco y observo.
Es un vendedor de clavos. Me dice que tiene de varias medidas, pero me
recomienda los de cinco pulgadas. Si
hubiesen usado de estos hace dos mil años, me dice, a Cristo no lo desclavan. Yo asiento. Él, entonces, hace un
recorrido por el desarrollo histórico del clavo. Micenas, Babilonia, antiguos
Olmecas. Algunos datos me suenan falsos, pero prefiero no cuestionar nada. Luego
entrega precios, menciona algo sobre unas garantías y me pregunta cuántos
gramos quiero. ¿Un kilo?, pregunta. ¿Está bien con un kilo? Yo digo que no.
Me demoro un poco, pero digo que no. Que no los necesito. El hombre insiste. Se
molesta. Alza la voz. Dice que ninguneo los clavos. Que no sé mirar el mundo. Grita
y se ofusca señalando que estamos colgados de clavos. Hasta Dios fue una figura borrosa colgando del clavo más alto, me
dice. Yo lo escucho y permanezco tranquilo. Entonces recuerdo un cuadro. Uno
que siempre aparecía inclinado cada mañana, cuando era pequeño. Estaba en un
pasillo. Hasta me echaban la culpa de que yo lo movía, pero nunca lo hice.
Nunca salvo enderezarlo, claro. El cuadro colgaba de un clavo, por cierto. Tras
analizarlo mucho, recuerdo haber concluido que el cuadro se movía porque su
equilibrio era perfecto. Es decir, solo porque el mundo giraba y el cuadro era
sensible a dicho movimiento. Una estupidez, quizá, pero es lo que pensaba. Se
acabó el recuerdo. Entonces volví a fijarme en el vendedor que seguía gritando.
Ahora me acusaba diciendo que carecía de fuerza, que yo era de aquellos que no
necesitan clavos pues carecemos también de valor para agujerear el mundo. Esperé
que dijera todo lo que quisiera decir. No discutí con él sobre sus
apreciaciones. Por último, cuando se calmó, le ofrecí una cerveza en lata para
que se llevara para el camino. El hombre aceptó. Fui hasta la nevera a buscarla
y vi que solo quedaba una. Helada. Me arrepentí. Luego, regresé con el vendedor
y le propuse una apuesta. Él se lo pensó un poco, en silencio. Su rostro era
extraño y me percaté de una cicatriz que tenía en la frente. Esta farsa es insostenible, me dijo. Tenemos que hablar.
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Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarLo censuré, señor Gordo. Aunque está en lo cierto.
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