Hago fila frente al cajero automático.
No me gusta hacer fila.
Con todo, aguanto la sensación unos cuantos minutos.
Once y medio, para ser exacto.
Entonces, observo que ya solo queda una persona antes que yo.
Y bueno… casi por inercia, me fijo en la clave que marca en el cajero.
¡Mi propia clave…!
Puede ser una coincidencia, es cierto, pero no lo acepto tan fácil.
Es decir… son cuatro números… miles de posibilidades…
Miles de posibilidades, decía, y aquel tipo tiene mi propia clave.
Y bueno… sorprendido, observo que el hombre saca dinero y se retira.
Por un costado, se retira.
Es mi turno.
Aún sorprendido por la clave compartida la introduzco en el cajero.
El cajero rechaza mi clave.
Vuelvo a ingresarla fijándome en detalle sobre los números secretos…
Esta vez no hay duda que la ingresé correctamente.
Pero el cajero la rechaza.
Incluso, me advierte por pantalla que de fallar nuevamente se retendrá
mi tarjeta.
Y claro, es entonces cuando uno siente de improviso algunas cosas.
Por ejemplo, por un momento me invade un profundo malestar.
Como si el hombre anterior, de alguna forma, me hubiese robado.
No dinero, solamente, sino clave, turno y hasta identidad…
Tal vez ese hombre se robó quién
soy, me digo.
Aunque claro… también de cierta forma
me liberó de quién soy, complemento.
Así, quizá hasta me está dando la
posibilidad de ser otro,
concluyo.
Entonces, como si de eso dependiera, siento que debo elegir seguir
siendo yo mismo o abrirme a la posibilidad de ser otro.
Y claro, esto se traduce en ingresar mi clave antigua o inventarme una
clave nueva.
Intento decidir rápido.
…
“¡Apúrate conchetumadre…!” Me
grita entonces un hombre que venía después de mí, para utilizar el cajero.
De acuerdo, le digo.
Y le hago caso.
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