Sé que compré una lechuga, pero no la encuentro.
Una común, de hojas verde oscuro.
Fui hasta una verdulería a dos kilómetros para
comprarla.
Fui leyendo un libro.
Uno de Fante.
Al principio no sabía dónde iba, pero entonces
Fante se puso a hablar de comida y de pronto no sé muy bien por qué, pero quise
ir por la lechuga.
Llegué hasta la verdulería.
La elegí
entre varias.
La pagué.
La metí en una bolsa y regresé a casa.
El libro de Fante también lo metí en la misma
bolsa, de regreso.
Nada más ocurrió.
Nada salvo caminar hasta casa.
Sé que en casa saqué el libro de la bolsa.
Luego saqué la lechuga.
Pensé en lavarla, pero luego no lo hice.
La dejé sobre una mesa, en la cocina.
Llené un vaso, con agua.
Me tomé una pastilla porque he estado medio
enfermo.
Fui a la pieza.
Tal vez leí un poco; tal vez vi la televisión.
Cuando sentí que me venía el sueño, volví a la
cocina.
Saqué dos limones del refrigerador y entonces quise
buscar la lechuga.
No estaba.
Recodaba exactamente dónde la había dejado, pero la
lechuga no estaba.
Busqué igual en otros sitios, por si acaso.
No hubo un buen resultado.
Repetí la búsqueda unas cuántas veces.
Siempre compro lechugas y me como apenas unas
cuántas hojas.
A veces en pan.
Pero claro… no era justo perder esa lechuga.
Pero era una injusticia leve, pensé… una injusticia
conveniente.
Mejor a perder el libro de Fante, por ejemplo,
concluí.
Esos pensamientos me tranquilizaron.
Tomé un té.
Llegó mi hijo y conversamos un poco.
Ni siquiera le conté de la lechuga perdida, pero
entonces él me preguntó si acaso la lechuga era una flor.
Tal vez lo habían hablado en el colegio.
Todas las cosas son flores, a su manera, le dije.
Ojalá no lo anote de esa forma, en su cuaderno.
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