lunes, 12 de mayo de 2014

Sé que compré una lechuga, pero no la encuentro.



Sé que compré una lechuga, pero no la encuentro.

Una común, de hojas verde oscuro.

Fui hasta una verdulería a dos kilómetros para comprarla.

Fui leyendo un libro.

Uno de Fante.

Al principio no sabía dónde iba, pero entonces Fante se puso a hablar de comida y de pronto no sé muy bien por qué, pero quise ir por la lechuga.

Llegué hasta la verdulería.

 La elegí entre varias.

La pagué.

La metí en una bolsa y regresé a casa.

El libro de Fante también lo metí en la misma bolsa, de regreso.

Nada más ocurrió.

Nada salvo caminar hasta casa.

Sé que en casa saqué el libro de la bolsa.

Luego saqué la lechuga.

Pensé en lavarla, pero luego no lo hice.

La dejé sobre una mesa, en la cocina.

Llené un vaso, con agua.

Me tomé una pastilla porque he estado medio enfermo.

Fui a la pieza.

Tal vez leí un poco; tal vez vi la televisión.

Cuando sentí que me venía el sueño, volví a la cocina.

Saqué dos limones del refrigerador y entonces quise buscar la lechuga.

No estaba.

Recodaba exactamente dónde la había dejado, pero la lechuga no estaba.

Busqué igual en otros sitios, por si acaso.

No hubo un buen resultado.

Repetí la búsqueda unas cuántas veces.

Siempre compro lechugas y me como apenas unas cuántas hojas.

A veces en pan.

Pero claro… no era justo perder esa lechuga.

Pero era una injusticia leve, pensé… una injusticia conveniente.

Mejor a perder el libro de Fante, por ejemplo, concluí.

Esos pensamientos me tranquilizaron.

Tomé un té.

Llegó mi hijo y conversamos un poco.

Ni siquiera le conté de la lechuga perdida, pero entonces él me preguntó si acaso la lechuga era una flor.

Tal vez lo habían hablado en el colegio.

Todas las cosas son flores, a su manera, le dije.

Ojalá no lo anote de esa forma, en su cuaderno.

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