Leo a Heródoto.
No sé bien por qué, pero aquí me tienen otra vez, leyendo a Heródoto.
Sin pensarlo, como un objeto devuelto a la orilla, por el mar…
Un poco dejándome llevar…
Un poco cansado…
Supongo que siempre es de esa forma.
Y es que es así, como regresamos a Heródoto, me digo.
Así regresamos…
Me paro frente a él.
Lo observo.
Aquí vengo de nuevo, le digo,
sin mucho qué contar.
Él sonríe.
Me habla.
Entonces, vuelvo a pasar por Clío… por Euterpe…
Vuelvo a detenerme en las opiniones dejadas como trozos vivos,
olvidados…
Y hasta vuelvo a pensar en mi propia historia que no sé, finalmente, si
ha agregado o no un nuevo capítulo, que contar.
Así, Heródoto me habla mientras permanece atento a mis propios
comentarios.
Es decir… narra alegremente, mientras va tomando apuntes en un cuaderno
viejo, que tiene sobre sus piernas.
Y claro… yo hasta me siento importante, cuando lo hace.
Y es que Heródoto te mira a los ojos y anota unas cuantas palabras… y
es entonces cuando de alguna forma te sientes orgulloso, pues algo de ti ha
sido también recogido…
No es, en todo caso, que veas lo que anota, pero de igual forma te
emociona.
Te duermes así, escuchándolo, consciente de que algún día leerás, en alguna
línea olvidada, tu propia historia.
Esa noche, incluso, tienes un buen sueño.
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