domingo, 4 de mayo de 2014

Perder una jugada.


Una vez me pasó. Creo incluso que batí un récord. Me refiero a un juego de mesa en el que caía una y otra vez en las casillas donde se perdía una jugada. Éramos cuatro, jugando, según recuerdo, y nunca logré avanzar mi ficha hasta un casillero distinto a los que condenaban a perder una jugada. Los demás reían y lo tomaban a broma. Yo esperaba mi turno de castigo y cuando volvía a lanzar caía nuevamente en una casilla de esas. Algún otro cayó también en casilleros así, es cierto, pero solo de forma esporádica. Yo en cambio no logré salir de aquella secuencia. El juego terminó, recuerdo, y no deben haber sido menos de diez o quince veces consecutivas en que me ocurrió lo mismo. Tal vez era una señal, pienso ahora.

De todas formas, podría concluir hoy día, no era tan malo perder la jugada. Es decir, podías ver el juego desde fuera, tomarte una pausa… restarle importancia, en definitiva. Dejar que avancen los otros.

De hecho, ahora que lo pienso, no recuerdo otra participación en un juego de esos. Es decir, mi memoria no archiva triunfos ni tampoco grandes derrotas. Solo esa pausa que te deja fuera del camino, y que te permite ver que no lleva, finalmente, a ningún sitio.

Es su turno.


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