miércoles, 6 de noviembre de 2013

Un astrónomo húngaro.

“La realidad
es siempre más o menos
de lo que queremos.
Solo nosotros somos siempre
Iguales a nosotros mismos”.
R.R.


Un astrónomo húngaro
de principios de siglo XX
planteaba que la verdadera dimensión de las cosas
solo podía determinarse,
de forma certera,
a partir de la medida de su sombra.

Se burlaron de él.

Se rieron.

Pero la risa no da sombra.

Así, el astrónomo húngaro fue creando fórmulas
con constantes determinadas
por el ángulo de la luz
que se proyecta sobre el objeto.

El objeto mismo, en tanto,
o hasta el ser cuya dimensión se averiguaba,
no era tenido en cuenta en lo absoluto,
igual que el envoltorio de un dulce
o de un regalo
que es rápidamente desechado
en función del contenido.

Murió joven, sin embargo,
este matemático húngaro.

De hecho, sus fórmulas
no han sido debidamente estudiadas
y se hace más fácil así
cuestionarlas
y hasta negarle cualquier tipo de prestigio
en el futuro.

Con todo,
he podido comprobar
que las medidas que sus fórmulas arrojan
no son exactas
sino perfectas,
y hasta creo haber comprendido
la forma en que el astrónomo húngaro
veía la verdadera dimensión del mundo.

¡Pobre mundo…!

Abandonado ahí, simplemente,
para que las sombras vivan
sobre la superficie.

Y es que la luz no miente
y la vida que hay en las sombras
no puede arrojar fallas.

Sus movimientos.

Sus cambios.

Nuestra sombra en verdadero contacto con las otras cosas.

¡Cuánta belleza…!

La sombra de los otros.

El muerto cuya sombra se une con el cuerpo.

La sombra apagada, me refiero.

Toda una teoría.


Así se develan las cosas.

Así se descubren.


Y es que no podemos hacer más ruido,
finalmente,
del que ya existe.


(En vano jugamos a medir aquello que no es dado a la verdad).

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