Lennon y MacCartney.

Mientras camino a casa recojo dos piedras.

No tienen nada de especial.

Guardo una en cada bolsillo y al llegar a casa les pongo un nombre.

A la que guardé en el bolsillo derecho la bautizo como Lennon.

A la otra la llamo MacCartney.

Una vez en casa las saco del bolsillo.

Jugamos un rato con mi hijo.

Ordeno la biblioteca.

Salgo a dar unas vueltas en bicicleta con un par de amigos.

De regreso, hablo nuevamente con mi hijo.

Él me cuenta de una prueba de química y yo le comento de las piedras.

Se las presento.

-Esta es Lennon –le digo-. Y esta MacCartney.

Cocinamos algo.

Cenamos dos veces.

Él se prepara para dormir.

Luego que él se duerme yo me ducho.

Ojeo algún libro.

Preparo un par de cosas para las clases de mañana.

Entonces, salgo al patio a regar algunas plantas.

Riego incluso una que está seca y recuerdo el volcán inactivo del principito.

La noche está agradable.

Tomo casi un litro de leche con chirimoya, bien helada.

Llevo a Lennon y MacCartney hasta un montón de piedras que están atrás, en el patio.

Casi siempre recojo dos.

Shakespeare y Cervantes.

Melville y Falulkner.

Magritte y Franz Marc.

Las que he traído hace más tiempo ya tienen hasta musgo.

Incluso, observo que Godard tiene huellas de caracol, muy recientes.

Todo en torno a ellas está vivo.

Debajo de Heródoto, por ejemplo, vive un ciempiés.

Con todo, hay muchas piedras que no tienen nombre.

Y claro… ninguna tiene un rasgo distintivo de importancia, sobre otra.

Por eso, finalmente, yo las quiero a todas por igual.

Ellas no lo saben, sin embargo, y a menudo se creen especiales.

¡Tendrán que aprender…!

Aceptar el musgo, aceptar los bichos, aceptar el montón de otras piedras…

Esos son aprendizajes necesarios.

Finalmente,
se escucha una trompeta, muy suave,
sonando en una casa vecina.