Ellos discuten por las máquinas de afeitar. Es
decir, ella me cuenta que él las va juntando y no las bota. Son máquinas
desechables, claro. Las usa una vez y no
las bota, dice ella. Quedan ahí,
sobre el lavamanos, o en vasos o dentro del botiquín, explica. Yo la
escucho y luego le pido la opinión a él. Y es que es así como he visto que lo
hacen los consejeros matrimoniales. Él entonces le resta importancia a aquel hecho. Ese no es el problema, dice
él. Luego, volviendo al tema, comenta que hacen trampa, con las máquinas desechables. Es decir, él cuenta que vio
un documental donde se planteaba que las hojas de las máquinas se oxidan
porque les echan un compuesto para acelerar aquel proceso y obligar así a la
compra de otras. Tras escucharlo, le pregunto a él si aquello que pasa con las
hojas tiene algo que ver con la costumbre de negarse a botarlas. Entonces él lo
piensa un poco y señala que no. Que no, pero que no es un hecho que haya que tomar tan a la ligera. Ella interrumpe en ese instante y señala que es lógico,
que está bien aquello que hacen con las hojas pues se trata de un negocio, como
el de las ampolletas. Es simplemente
acelerar el proceso, dice ella. Además no se miente. Son máquinas desechables, enfatiza. Él
parece molesto. Tanto que tras una pausa levanta la voz. Es como matar algo que está vivo, dice
él. Algo que va a morir pronto, pero que
está vivo. Es como botar las flores apenas puestas en el florero, dice él. Ella guarda silencio. ¿Como flores?, pregunto yo. Sí, explica él, solo que las flores sí están muertas desde antes, aunque por fuera
mantienen una apariencia sana y… Ella interrumpe entonces negando la validez
de la comparación. Las máquinas son
máquinas, alega ella. Nunca
estuvieron vivas. Y además son
desechables, concluye. Todo es
desechable, agrega él, ofuscado. Todo
es desechable. La gente, la comida…
¿Las relaciones?, pregunta ella. ¿Los afectos…? Él se calla. Ella tiene
los ojos llorosos y se ve nerviosa. Yo intervengo entonces diciendo alguna
tontería. Podrían durar si no les
pusieran esos compuestos, digo. Ellos me miran. Hablo de las máquinas, aclaro. Por último ella sale de la
habitación y él se queda un rato solo, en silencio. Luego sale tras ella. Afuera todavía hace calor. No
creo que vuelvan a pedirme que sirva de intermediario.
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ajjaajajja...
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