Practicamos simulacros.
Cada cierto tiempo practicamos simulacros.
Incendios, terremotos, tsunamis.
Cronometramos el tiempo.
Coordinamos rutas de escape.
Regresamos.
Nunca comentamos nada.
Nada trascendente, me refiero.
A veces aspectos técnicos.
Cambios en la zona de seguridad, nuevas señales, estrategias…
Cosas de ese estilo.
Un simulacro dentro de otro, diría.
Cajas chinas.
Con todo, yo me pregunto a veces sobre aquello a lo que regresamos.
Es decir, ¿podría decirme alguien a qué regresamos…?
Pero nunca nadie responde.
Y es que nos paramos al borde del volcán, es cierto.
Justo al borde, pero ni siquiera sabemos que se trata de un volcán.
Y poco importa entonces dónde nos paramos.
Así, a veces fingimos que esperamos.
Miramos a lo lejos, tratamos de recordar experiencias verdaderas…
Esperamos.
Seguimos esperando
Todo esto se convierte así
en una especie de penúltima cena.
Sin ritos profundos,
sin grandes mensajes.
Preparativos, simplemente.
Poco más.
El corazón que late y dentro de él…
Dentro de él otro corazón cuyo latido está intacto.
De esta forma, todo, finalmente, resulta un simulacro:
La piel, un simulacro.
El amor, un simulacro.
Las grandes elecciones, también.
Un árbol de navidad con las luces por dentro.
Un árbol de navidad, no talado, lleno de luces, por dentro.
Lleno de luces suaves.
Lleno de luces suaves.
Eso somos, bajo el simulacro.
Al final, volvemos a cronometrar el tiempo.
Guardamos todo en una caja y la enterramos bajo tierra.
Nunca -o casi nunca-, comentamos nada.
Nada trascendente, me refiero.
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