-¿Desde dónde crees que sale mi voz? –dijo el muñeco.
Yo lo miré y me fijé también en el tipo que lo sostenía, quien fingía
mirar hacia otro lado.
El hombre y el muñeco, por cierto, estaban vestidos de la misma forma,
sentados en el banco de una plaza.
-¿Y bien…? –insistió-. ¿Desde dónde sale mi voz?
Yo dudé si contestar o no, por un momento.
De hecho, de haber estado sobrio, creo que simplemente habría pasado de
largo.
-Tu amigo habla por ti –le contesté, indicando al hombre, que lo
sostenía.
-No te pregunté eso –insistió el muñeco, sentado en las piernas de
aquel hombre-. ¿Desde dónde sale mi voz?
Yo me molesté un poco, ante la insistencia.
-Sale desde el hombre sobre el que estás sentado –contesté, algo molesto-. Eso es lo que te decía.
-Y en el caso de ese hombre, si es cierto... –agregó-, ¿desde dónde sale su
voz?
-No sé, hueón –le dije-. Pregúntale directamente, si te interesa.
El hombre que cargaba al muñeco apagó el cigarro, y se dispuso a
aclarar.
-Yo no hablo con ese hueón –señaló.
-Supongo que está bromeando… -comenté-. A veces hay diálogos ásperos,
pero usted es el primer ventrílocuo que se comporta de manera tan tajante… y hasta
agresiva...
-Hablaba con el muñeco –señaló.
-Esperé que sonriera –alguno de ellos, al menos-. Pero nadie lo hizo.
-Nadie sabe de dónde sale tu voz –continuó el muñeco-. Yo a veces creo
que hay una estrella que habla por mí, y yo simplemente traduzco.
-¿Una estrella?
-Sí. Una estrella –explicó-. Un día no hablas y de pronto te sorprendes
porque tu discurso es lúcido, y hasta parece que alguien hablara por ti… Y hasta
te sorprende su discurso...
-¿Eso sientes tú? –pregunté.
-No hablo de sentir… -volvió a decir el muñeco-. Hablo de un origen… de
un punto de partida de aquello que decimos… ¿Piénsalo un poco…? ¿De dónde sale
tu voz, por ejemplo?
-¿De dónde sale mi voz? –repetí, para ganar tiempo.
El muñeco asintió.
El hombre, en tanto, había vuelto a fumar.
Y bueno… Juro que intenté encontrar una respuesta satisfactoria, pero lo
cierto es que no pude hacerlo.
-Creo que no lo sé –confesé entonces.
Entonces, el muñeco se acomodó, sobre las piernas del hombre, y pareció
ponerse serio.
-¡Eso es lo primero que hay que saber! –me recriminó, finalmente-.
¡Cómo vas a andar hablando por ahí, sin saberlo…!
Yo bajé la vista.
Por último, el hombre tomó al muñeco y se puso de pie, sin siquiera
despedirse y alejándose de forma brusca.
Yo, en tanto, cerré mis ojos y me concentré un momento, para rastrear
desde dónde venían mis palabras.
Y claro, no me fui del lugar, hasta que logré entenderlo.
Hay que cambiar algunas cosas, me dije, finalmente.
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