miércoles, 19 de junio de 2013

En mi iglesia los ciegos no ven.



En mi iglesia los ciegos no ven.

Los cojos no andan.

Los mudos han dejado de hablar.


Nada de recompensas, entonces.

Nada de promesas, ni milagros.

Dios es una figura de yeso, en mi iglesia.

Sin articulaciones, ni detalles.


En mi iglesia hay libros, como fieles.

Voces que creían en algo por lo que valía la pena gritar.

Gritos que chocan unos con otros, es cierto.

Pero gritos, finalmente.


En mi iglesia, el agua bendita está turbia.

Aunque toda agua, ciertamente, se ha estancado.

Hay reservas de cerveza, sin embargo.

Y toda botella que se abre debe tomarse de inmediato.


El Dios de mi iglesia no predica amor.

De hecho, creo que no predica nada.

Blasfema contra sí mismo e injuria a su creación.

Escupe al rostro de sus fieles y casi nunca falla.


Arréglatelas como puedas, me dice.

Pero arréglatelas.

No eres ciego y ves.

No eres cojo y andas.

No eres mudo y hablas.

No esperes la muerte para la resurrección.


Y es que es sabio a su manera, el Dios de mi iglesia.

A veces me da un dato en los caballos.

A veces deja una chica borracha en mi camino.

A veces me tienta para que mande todo a la mierda.


Yo no voy a intervenir, dice siempre, al final de mis sueños.

No esperes el milagro.

Los ciegos no verán.

Los libros no van a ordenarse por sí solos.


Yo no resucito muertos. 

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