Discutían dos hombres de negocios junto a mí en una
estación de metro.
Yo me había alejado hasta un sector poco concurrido
a esperar que bajara la aglomeración y leía unos números de la Doom Patrol, de
Grant Morrison.
Fue entonces que, haciendo una pausa en la lectura –justo
antes de la aparición de los hombres tijera-, pude escuchar que dos hombres
planteaban el dilema que mencionaba arriba, en el título: ¿se deja propina en
los restaurantes del cielo?
Al principio pensé que estaban bromeando, o que el cielo al que se referían era una
especie de barrio gourmet… Sin embargo, al poner atención, pude percatarme que
la discusión iba en serio y que ambos tenían posturas bien establecidas.
Así, por un lado, estaba el hombre que planteaba no
solo la existencia de propinas en dichos restaurantes, sino que además, aseguraba
que dicha costumbre era del todo necesaria en esa región de la existencia.
-No es por el dinero –decía-, se trata más bien de
cortesía… de corrección. No hay otra manera de que el cielo funcione…
El otro, por su parte, planteaba exactamente lo
contrario, afirmando que el servir no se hace por propinas…
-Incluso cuando se trata de un trabajo –afirmaba-,
las propinas no hacen sino ensuciarlo… enturbian la razón principal de atender
al otro…
Siguieron así un rato, con sus trajes y maletines y
su extraña seriedad, hasta que –sin cuestionarse ni por un momento a existencia
de los restaurantes en el cielo, ni el cielo mismo-, parecieron terminar su
discusión y caminaron hacia la multitud, que apenas avanzaba, por las
escaleras.
Yo, en tanto, tras terminar la aventura de los
hombres tijera, pasé a la historia donde la Doom Patrol da muerte a un ser que
coleccionaba mariposas y que decía ser Dios.
De hecho, poco importa aclarar, en la revista, si
se trataba realmente de Dios, o si era otro ser, simplemente.
Pasó así una hora.
Finalmente, pude ver que la masa de gente había
disminuido un tanto y que -si bien seguía tratándose de una situación indigna-,
era posible acercarse hasta los vagones, e intentar abordar.
Claro que era Dios, pensé entonces, mientras subía
a un vagón, a empujones.
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