domingo, 12 de junio de 2022

No hace caso.


No hace caso. No se rebela abiertamente, pero se resiste. Una y otra vez, se resiste. Le pido que hable, por ejemplo. Le pido que me explique su actitud, pero en vez de eso, silba. Lo peor, sin embargo, es que silba como si me hablase. Con matices, me refiero, y mirándome a los ojos. Como si el silbido fuese realmente aquello que yo he requerido. Entonces vuelvo a preguntarle por qué e insisto una y otra vez, para poder llegar a algún sitio. Nada ocurre, por supuesto. Solo damos vueltas en lo mismo. Podría enojarme, pero lo cierto es que lo miro y no veo mala intención. No me está desafiando, solo está entendiendo otra cosa. Su naturaleza, digamos, está entendiendo otra cosa. Su naturaleza y no él, me refiero, es quien se resiste. Y él, me parece, ni siquiera es consciente de su naturaleza. Pueden parecer apreciaciones rápidas e irresponsables, pero lo cierto es que he pensado en esto largamente. Además, no lo digo buscando ofender o desestimar en forma alguna sus capacidades. Ocurre solo que no logramos entendernos. A veces, pienso que él también, por ejemplo, me escucha silbar desde el otro lado. Y que las palabras se transformas en otra cosa una vez ingresan a espacio del otro. Son ideas absurdas, por supuesto, pero me gustaría creer que son ciertas. Que son las palabras las que no hacen caso y se transforman en otra cosa. O que revelan, más bien, una naturaleza distinta. Ajena a la naturaleza de quienes las engendramos, me refiero. Palabras y acciones que se desprenden y alejan en direcciones propias. Orgullosas, hasta cierto punto. Libres.

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