martes, 11 de mayo de 2021

No lustro mis zapatos.


Años atrás lustraba los zapatos.

Luego dejé de hacerlo, sin más.

No sé bien cómo explicarlo.

Tal vez, de cierta forma, los sentía lejanos.

Como si la distancia que me uniera a ellos hubiese aumentado, de improviso.

Los miraba, entonces, con la intención de lustrarlos, pero me parecía que debía hacer un gran trayecto, hasta llegar a ellos.

Lo mismo, por cierto, comenzó a ocurrirme después con otras cosas.

Cosas que debía ordenar.

Tazas que lavar.

Personas, incluso, de las que empecé a alejarme.

Y es que sentía que, para hablarles, incluso, debía esforzarme demasiado.

Como si debiese gritar de un lado de un abismo, hacia otro.

Y claro, lo que yo decía en un extremo no tenía que ser necesariamente, lo que se entendía en el otro.

Preferí entonces el silencio.

O los gestos más bien.

Un saludo en la distancia.

Una señal amigable.

A veces, incluso, todo el mundo me parecía como zapatos sin lustrar.

Zapatos que de un momento a otro pasaron a estar demasiado lejos.

Por si fuera poco, luego no solo comencé a sentirme lejos de los zapatos.

Sino también de mí mismo.

Como si hubiese quedado suspendido, entre los zapatos (sin lustrar) y yo mismo.

Pudiendo ver a ambos.

Eso es lo que ocurre, digamos, desde hace un tiempo.

Por eso, en resumen, no lustro mis zapatos.

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