sábado, 7 de diciembre de 2019

Su casa.


Jubiló este año y construyó su casa. No con sus propias manos, por supuesto, pero al menos dio las indicaciones y eligió el lugar. La construyó en un pueblo pequeño a más de mil kilómetros de la ciudad donde vivió hasta entonces. Una casa pequeña, por supuesto. No necesitaba, según decía, mucho más.

Vendió o regaló casi todo lo que tenía y se mudó sin despedirse de nadie. Semanas después, desde el pueblo en que ahora vivía, les comunicó a algunas personas sobre su nueva ubicación. Fueron tres llamados breves, principalmente informativos. Uno a su hermano, al que no veía hace años y otros dos para sus hijos, quienes no se mostraron sorprendidos de aquella decisión.

Alcanzó a vivir seis años en aquella casa. Durante ese tiempo plantó un pequeño huerto y limpió el lugar, casi todos los días. Una vez lo visitaron sus hijos y en dos ocasiones pudo pagarle a una mujer para que se quedase con él, en aquel lugar. Mantuvo buenas relaciones con sus vecinos, aunque todos coincidían en que era alguien extraño, demasiado solitario. Él mismo habría aceptado, sin duda, aquella apreciación.

Cuando se enteró que iba a morir, averiguó si era legal que quemaran su casa, como última voluntad. Sorprendido, le informaron que no, por más que él dejase dinero para realizar un incendio controlado, que no afectara a la comunidad. Le pareció injusto, por supuesto, y la situación lo angustió. Intentó entonces convencer a uno de sus hijos para que llevase a cabo aquel deseo. El hijo, mientras lo escuchaba, pensaba que su padre estaba ya demasiado viejo, así que fingió comprender, simplemente, aunque no comprendió.

(...)

Si el lector lo desea, por cierto, puede él mismo encender el fuego. Comuníquese por interno y yo le entrego mayor información.

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