domingo, 8 de diciembre de 2019

Bajo la piel.


En mi memoria ella tiene la piel blanca. Lechosa, casi. La primera piel bajo la cual pude distinguir una gran cantidad de venas azules. Yo era pequeño y hasta entonces no era del todo consciente que teníamos algo dentro. No hablo de sentimientos, claro. Ni de extraños engranajes. Hablo solo de la impresión que esa piel casi transparente dejó en mí y que me obligó a pensar que bajo la piel había una serie de órganos que funcionaban por sí mismos, y que la sangre se movía constantemente de un lado a otro, aunque nosotros ni siquiera nos percatásemos de aquello. Hasta entonces, los otros eran seres hechos de superficie, con la que estabas habitualmente en contacto. Seres sobre los que apoyabas parte de tu propia superficie -palabras incluidas-, como si dejaras cosas sobre una mesa, antes de seguir adelante. Pero claro, la piel de ella vino a cambiar todo aquello y me obligó a ver algo que era más cómodo dejar de lado. Mi propia piel, de hecho, se me reveló como una especie de bolsa que contenía una seria de elementos de los que me volví consciente. Recuerdo, por ejemplo, haberme martillado un dedo y observar cómo, bajo la piel, la sangre había salido de su sitio se había estacado, al menos por un tiempo, antes de volver a funcionar correctamente. Ella, en tanto -la de la piel lechosa-, no supo que había ocasionado este cambio. Su visita duró apenas unas semanas y luego volvió a su lugar de origen. Años después, cuando volvimos a vernos, ella decía recordar que yo la miraba muy extraño, en ese entonces. Y claro, yo no le expliqué las razones de todo aquello, y me dediqué a hablar simplemente de hechos y cosas sin importancia, que ocurrían siempre -sin excepción alguna-, en la superficie del mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales