domingo, 15 de diciembre de 2019

Me paré ante Dios.


I.

Me paré ante Dios
y Él esperó a que hablase.

Pero yo no sabía qué decir
así que guardé silencio.

Nos quedamos así
un largo rato.

Por cómo me miraba
comprendí que Dios
no me conocía en lo absoluto.

Pasó así el tiempo
uno frente al otro.

La situación era clara
y podía resumirse en dos frases:

Dios no sabía mi nombre
ni yo el suyo.


II.

Sentí que había multitudes
escondidas, observando.

Por lo mismo,
me mantuve digno,
ante Dios.

Y es que pensé que al menos
podía obligarlo a hablar primero.

Le mantuve entonces la mirada
y crucé los brazos…

Buscaba una victoria mísera, es cierto,
pero victoria al fin y al cabo.

Eso hacía cuando pareció inquietarse levemente
y me habló con un tono menos agresivo de lo que esperaba:

Si eres Dios, demuéstralo, me dijo.

Yo reí entonces, con una risa nerviosa.

Él temblaba, frente a mí,
y parecía a punto de venirse abajo.


III.

Ese hueón no es Dios, me dije,
en ese instante.

Y por estúpido que parezca,
lo cierto es que consideré la posibilidad
de serlo yo mismo.

De ser Dios incluso sin saberlo, me refiero.

Además, si no lo era,
tal vez bastase con fingir
y mantener esa actitud,
ante quien se pusiera por delante.

Altivo, le dije al que estaba frente a mí
que se largase.

Así lo hizo, por supuesto.

Bajó su vista y se fue de aquel lugar
y yo nunca volví a verlo.

Así de simple fue:

Nunca volví a verlo.

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