Una esquina. Seis semáforos. Todos funcionando. Todos
en amarillo.
Así me encuentro (junto a otros doce conductores) hace
114 minutos en la intersección de la calle X., con nuestra calle Y, esperando
que esa luz cambie y me invite a pasar, con soltura.
Y es que más allá de la posibilidad de cruzar, que legalmente
tenemos, cada uno de los que nos encontramos detenidos esperando el cambio de
luz, fuimos instruidos sobre el peligro que conlleva el cruce con el amarillo.
Y claro, todos hacemos gala también, de una actitud
algo tímida, que suele frenarnos al momento de realizar cierta acción riesgosa,
retrasando nuestros propósitos.
Por otro lado, nos decimos, esta situación no es
algo que pueda durar toda la vida.
120 minutos.
144 minutos.
Los semáforos siguen en amarillo.
Los seis de esta esquina, me refiero.
Ahora somos dieciséis los conductores.
Y dos transeúntes, que se han sumado.
174 minutos.
182 minutos.
Comienzo a desesperarme.
Me sudan las manos.
Algo en mí comienza a cuestionar la precaución.
190 minutos.
197 minutos.
Algunos de los que esperamos hablan entre sí y se
cuentan anécdotas.
Los transeúntes, extrañamente, parecen alegres.
Yo no soy de esos.
200 minutos.
206 minutos.
Llega personal de carabineros.
Tres personas, para ser exacto.
Ellos observan la situación y parecen no saber qué
hacer.
Ha comenzado a oscurecer.
213 minutos.
221 minutos.
Me pareció ver que mi semáforo cambiaba, pero al
parecer fue solo una ilusión.
Un carabinero se acerca hasta mi ventana.
-¿Todo en orden? –me dice.
-Casi –contesto yo-. En eso estoy.
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